Desde Ecologistas en
acción han pedido el cese de las compras compulsivas por el bien del Planeta,
pero creo que el comprar solo acaba de empezar.
Internet es fácil triquiñuela para gastar lo que no se tiene y las
tarjetas a débito, más todavía. Nada que ver con antaño cuando veíamos
películas en blanco y negro, vestiditos como para una boda, en casa de los
abuelos todos esperando que llegara Reyes para ver si nos tocaba algo. Ahora la
amabilidad se toma como ganas de echar un casquete y las placas led de los
frigoríficos (con obsolescencia programada) valen sesenta euros. Mi
padre no atina bien con los miles de euros y mi hija alucina con que existieran
los carretes de fotos. Los que ya no
cumpliremos cincuenta, somos caballo de penas varias. Sobre todo, los que como
yo tenemos padres e hijos, porque los otros- esos que lo supieron hacer
despreocupándose de cadenas afectivas-alegran su vida con exposiciones varias, hobbies
que llaman vocaciones y otros libertinajes no sexuales. Les
diría que no les envidio, y sería cierto. Lo mío es la pereza existencial, la negación
de todo disfrute que no se pueda comer o tejer y el nihilismo más puro adobado
de cansancio y charlas de medianoche, con adolescentes cargados de tareas y
faltos de futuro. La huelga
del metal ha hecho puf, desinflándose como un pastel sin levadura. Cada uno ha
cogido su petate y como en las elecciones, ya han salido los políticos a
ponerse las medallas del mago Andreu. Los que visionamos de por vida, vegetamos
a la parra de un Instituto que siempre es igual con profes que salen y entran,
aposentados en su mayor gloria festiva en una terracita cervecera con tapa
incluida. Pensar que quizás en años venideros sean los de mi propia sangre los
que con sus nalgas trabajadas se sienten
en esas mismas sillas, es rabo de puerquito, pero ya saben que se me dan muy
bien las fabulaciones elucubrativas.
Lo de cesar en las compras debería venir impuesto por raciocinio, sobre
todo cuando luego llegan los cargos de las tarjetas en un rojo llamativo. No sé
si salvaríamos al Planeta al ser más escuetos de vida, tipo franciscanos o
monacales, lo que si les digo es que seguramente seríamos más felices. Las
cosas se estancan, estorban y luego viene wallapo para venderlas en un ciclo destructivo
de querer nunca satisfecho, como orgasmo
inducido pero no resuelto porque el consolador se ha quedado sin pilas. El
Planeta debe estar hasta las narices de nosotros o lo mismo ahí está todo él
quejándose de vejez soberana, con su estampa regordeta y cósmica sin saber que
los humanos campamos a nuestro antojo sobre sus llanuras y montañas.
Las compras son
inducidas como los partos sin fecha de despegue, porque no hay medio que veas
que no te harte de anuncios a cada rato. Las programaciones viven de los
anunciantes y es a ellos a los que les deben fidelidad, no a las audiencias que
vapulean como alfombra empolvada dándoles toquecitos de castigo si se van por
donde ellos no quieren. Creemos que
gobernamos nuestra vida, pagamos nuestras facturas y luego nos vemos con 90
años como Ramón Corrales me decía con tanto acierto, asfixiándonos mientras
morimos. Lo mismo somos un
producto de alta gama, elaborado solo para consumir y gastar, perecederos en
primera generación solo procreamos a alguien que nos sustituya en la cadena
consumista. Los brilli-brilli, las luces de Navidad, el color rojo de los
paquetes, la fantasía o el comer y el beber nos ponen (para qué vamos a
negarlo) solo que le añadimos otros apellidos
como “familia”, “navidad” o “solidaridad”. El sorteo de Navidad es la fábula del tonto
que se hace rico sin tener que doblarla, ni hartarse de estudiar tipo antiguo
Gran Hermano. No creo que esto haga nunca puf como la huelga del metal, porque
lo llevamos impreso en el ADN. Otra cosa será que el Planeta se harte, que eso
sí me lo creo.
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