
Era una cara que
desconchaba el alma. Con huecos tan profundos que le veías los dientes al Inframundo.
Me quedé prendada de ella. No podía dejar de mirarla. Tanto, que a la salida
una mujer se me enjaretó, preguntándome si quería tener algo con su
marido. La
gente es así… tan simple como una puesta de sol en la playa. Hay miles que van
a verlas, a lugares infinitos, recónditos y carísimos. Luego te subes a una
azotea gaditana a las siete de la tarde y el sol se te clava en los huesos
fenicios entendiendo por qué necesitas esa morbosa marea, ese apelotonamiento
de gente y ese olor lujurioso a vino rancio. Son los Carnavales que a mí me
traen ecos de gente ociosa, pisotones y vulgarismos; Turistas y locales
amancebados en las esquinas, orinándose sin decreto; Poca policía, mucho mano a
mano y precios escanciados en barra improvisadas. No me asusto, ni disloco, solo
indico.
Era una cara de renuncias, de rencores, de hondas palpitaciones nunca
llevadas arriba. Cruel con su edad, con sus dolencias, con sus carencias. Nunca
podría ser mayestática, sino incisa y convexa en su propia deformidad
comúnmente aceptada. Porque aceptamos lo que queremos igual que los tiempos
corren y cambian porque les da la gana. Los Carnavales siguen siendo pretexto
de necios para hacer vandalismo de poca monta, micciones de mucha altura y
jolgorio por pocos euros que no hay como Venecia para soñar entre aguas
estancadas de mareas efímeras. Lo carnal ya se sabe, es gloria mundana que solo somos arrastradores
de pellejos y creemos que si gritamos más, tropezamos más y dilapidamos a tumba
abierta no nos cogerá la vieja. Pero ella siempre espera contrapuesta a que
alguien se fije en su marido porque tiene una cara que impacta a la primera
mirada. Era
una cara que en vez de respirar parecía que nacía a estertores, convidando a
dejarte pensando treinta años hasta que un día pares un artículo y nadie
entiende nada. Antes de escribir quise pintar caras como la de ese viejo enjuto
y quijotesco.
Cara de honduras maceradas, de arrugas tan plegadas al tiempo que podías
verle fechas y estaciones en carne remendada. Una vez me dijo una vieja
disfrazada de niña que cumplía Carnavales, pero no se me engañen que lo mismo
era una niña disfrazada de vieja mintiéndome. Porque los Carnavales- como las
caras que se te llevan el alma- están hechos de oscuridades mágicas con gente
que transita pero que no lo es, ni lo será nunca. Obligados a perpetuar
ocasiones, sueños y rememoraciones a ritmo de avalanchas humanas y estribillos.
Lo mismo es un círculo dantesco y no nos hemos dado cuenta, siguiendo en
nuestro Matrix particular, dándonos cabezazos con las hipotecas, los sueldos
racionados y los impuestos. Lo mismo es el cielo de los pobres, de los
imaginativos y de los confusos. También de esa máscara de piedra que te miraba
como un desconchón hiriéndote la espera, quemándote las cuencas.
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