
La tierra que pisamos
se allana con nuestras lágrimas, jamás con nuestros sueños. La tristeza se nos
clava en los tuétanos, sin dejarnos a veces ni respirar. No nos acostumbramos a
ella porque pesa como losa de mármol de féretro. Como su féretro. Quizás tintado por las modas, hoy huérfano,
nos mira desde la decadencia obscena que da la marcha del tiempo sin que se te
despeine el carbonato cálcico. Ese mismo mármol que desvirgaron de su lecho,
las excavadoras que abrieron el pasado sin importarles más que el presente.
Quintero Atauri -como Moisés- nunca vio la tierra prometida, profeta de
la cultura gaditana sin haberse bautizado en la Caleta, ni pelado la pava en la
Plaza de Mina. No sabía que
Ella siempre estuvo allí, triste en su serenidad, sola y abandonada. Porque la tristeza nos premia con bonus
sucesivos, lucecitas de colores y mucho brilli-brilli. Es perra infame como adicta
que es a la depresión, la angustia y el miedo, incapaz de tocar siquiera la
piel negra de mi gato que solo sueña con posibles latas de comida en un cielo
diario y amaestrado. La
vida es difícil porque vemos, oímos y -sobre todo- sentimos, sin que el
sarcófago de la piel nos permita escaparnos a lugares más etéreos, ni sueños más
vívidos. Somos
carne, huesos y pellejo de dama gaditana encerrada en una imagen tranquila,
serena y expectante cuando no esperamos más que los días venideros, que los
niños crezcan y encontrar un ilusorio momento de paz. Pero
la paz cuesta, más que un geriátrico al uso, más que curar una ludopatía, más
que una nueva hipoteca. La paz hay que ganársela como hizo Ella… muriendo enterrada (hueso a hueso)
al lado de su sarcófago gemelo, sin pies tallados para correr por la playa, ni
cabello suelto para que lo alborote el Levante. Quintero Atauri no sabía que
bajo su palmera dormía una diosa mortal que lo veía a través de los pliegues marmóreos,
sabiéndose tan deseada como el primer trabajo o el verdadero amor. Sin embargo
estaban destinados a no conocerse, sino a esperar Quintero la muerte y ella, una excavadora de dientes férreos para que la
expusieran al lado de quien quizás nunca la amó tanto en vida. Porque
la tristeza nos reviene del desamor y se nos hace fuerte en las profundidades de
los parpados, esos que nos quieren operar para ponernos cara de muñeca de Famosa.
Pero lo único que somos es dama de Cádiz apergaminada y fea, engordada a
suspiros y desgraciada porque los días no vienen ya en el calendario y la
muerte es cierta, sin que gato domesticado- rescatado de la basura- nos pueda
desentrañar los misterios del tiempo. La tierra que pisamos es privilegio, solo
que para nosotros no cuenta porque la visceralidad nos ha convertido en
consumidores de lo cotidiano. Vivimos como amamos, a renglones torcidos de alumno de primaria
con faltas de ortografía y borrones a cada página. Nunca haremos otra cosa que
esperar a que los dientes hagan presencia de nuestra terrible ausencia.
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