Haciendo la compra a
las diez de la noche ves los pespuntes de la vida. Les aseguro que no son
delicados, sino robustos a la par que afilados como la punta de una aguja. Ayer mismo se me cruzó en el aparcamiento
una rubia desvaída, lata de cerveza en una mano y en la otra un cigarrillo
encendido que aspiraba con deleite.
No pude llegar a entender cómo podía estar metiendo el coche- en la
plaza de al lado de la mía- con tanta
precisión milimétrica. Pero así somos y así nos va, dando zancadas que no nos
llegan más que a la depresión, el decaimiento y la rabia.
Ella parecía cansada, porque mamaba de la abertura de la lata de cerveza
con desgana ansiosa como si de teta amarga se tratara, justo como yo lo hago
cuando ya la vida me sacude tanto que creo que ya no podré aguantar más el peso
del palio sobre el morrillo. Hay veces que el dolor de cuello se nos hace tan
intenso que necesitaríamos una Universidad entera de Fisioterapeutas para
rebajarnos el estrés con el que convivimos, aunque supongo que forma parte de
nuestra naturaleza. También lo es levantarnos tras la pelea perdida y volver a
retar- con brindis al sol- a lo que se menee.
Eso no quita que nos hartemos de ser guerreras sin bandera, ni país, ni
credo más que familia a la que guardar y cabeza que sacar para poder respirar
un día más. Eso no quita que
estemos hartas de que no nos quieran como queremos, de que no nos cuiden como
merecemos y de que no nos miren con tanto amor que se nos corran las lágrimas. Solo somos necesarias cuando nos necesitan,
prescindibles a perpetuidad porque la temporalidad es lo que tiene…una boca
grande e insaciable para merendarse lo que le venga en gana. Seremos las viejas
del futuro, trabajando hasta que se nos caiga el pelo, poniéndonos implantes y láseres
hasta en el cielo de la boca porque blanquearnos el alma no está de moda, en
cambio la vagina sí. El Tiempo está en nuestra contra como antes lo estuvo la Naturaleza
. Ahora menguamos, nos duelen los huesos y alzamos la voz para que nos vean
como cotorras locas graznando en cualquier plazoleta. Hemos emigrado de ninguna
parte para volar por azoteas y patios de escuela como las gaviotas en días de marejada,
con el viento atizándoles y las olas escupiéndoles despectivas. Pero no nos
rendiremos jamás, porque vivimos para ellos que ni nos guardan, ni socorren,
sino que nos estrujan el tuétano porque ya nos mamaron vivas, pero aún no están satisfechos. Nunca lo
estarán y nosotras menos que vivimos para dar a manos llenas. Somos así de
idiotas, así de madres, así de abuelas. Somos de pan y moja en salsa rebozadita
de ingredientes, de pimientas rosas y negras, de olores infinitos en una cocina
que hace humos y espera risas de los suyos. Casas enormes y abandonadas, mujeres
en un parquin ya muy anochecido, sin salir del gimnasio sino de comprar leche,
o pan de la última hornada, esa que socorre a los imprevistos. Mujeres sin
tapujos que nos guarden, sin ningún compromiso más que unas caladas profundas y
unas mamadas de cerveza, agria y amarga como la tristeza. Como ojos que se
esconden porque transmiten frustración, rabia y mucha apatía de este mundo, de
estos días, de esta vida. Hacer la
compra antes de que cierren en el supermercado es ver a las cajeras cambiando
el paso, estrechando cartones, aligerando las ganas de llegar a casa y con
suerte sentarse o cenar o- con mala suerte- seguir trabajando porque nadie ha
hecho nada más que esperarte. Estar
hasta los mismísimos ovarios es una rubia en un coche ranchera entrando cuando
ya sales, aparcando – juraría que sin manos- con una cerveza y un pitillo que
apura como si fuera el último de su vida y le quedara nada para atracar el súper
o hacerse el harakiri frente a los expositores llenos de empanadillas de marisco.
Nunca lo sabré porque me fui pitando. La precariedad temporal me llamaba a
grandes gritos, mientras los ovarios se me inflamaban porque en casa me estaban
esperando para colocar la compra, hacer la cena y después acercarme a recoger
al adolescente de sus extraescolares.
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