
No confío en la
Humanidad para avanzar a grandes pasos, sí para destruir en violentos asaltos
todo lo que toque. Parece que nada nos puede salvar porque somos carne de
carroñero que se alimenta de sobras y rencillas. Y sin embargo, quiero pensar
que hay esperanza. Deberíamos confiar en la esperanza. Pero
cuesta, porque la realidad nos comprime y los asesinos campan por doquier
esperando que una mala zancada nos lleve al suelo, para cazarnos. No
es lo normal, es el cuento de la vieja que nos seguirá por generaciones y nos
marcará la cara -y el alma- para que no caminemos solas, ni vayamos sin cuidado
porque el lobo acecha. El
cánido espera la candidez y la confianza para tender la trampa de sus dientes.
Espera sentado delante de su puerta porque es lobo viejo y embarrullado. Dice
el padre de un asesino “que lo pague” y claro que lo pagará, solo que sus
víctimas no verán esos años en prisión con la nueva novia que se echará porque
la vida sigue para los condenados a galeras. La
niña a la que su padre y su madre condenaron- a abusos y maltratos variados- no
descansará tranquila porque los hayan condenado a 8 y 13 años (reducida la
condena por la lentitud de la justicia en dar con el paradero del biológico) por
las muchas tropelías a las que la sometieron con solo cinco años. No
se hace justicia para las victimas más que reparando el daño causado y no hay nada
bajo el sol que pueda devolver la vida , ni recuperar la inocencia arrebatada. 26 tenía la niña
grande que quería soñar con un fututo, que saboreaba libertad y que tenía miedo
a morir porque el aliento del lobo atufaba desde su casa. 5
años tenía la ahora tutelada cuando su biológico abusaba de ella, de una forma
tan bestial que solo un humano podría hacerlo. Su madre consentía yéndose de
compras, dejando al violador a sus anchas sin que nadie molestase sus afanes. La
cría ha tenido que testificar, echándole bravas porque es lo único que les
queda a los que no se resignan a que los malos ganen las partidas. Entenderán
que no tenga mucha confianza, que mire a mis espaldas y que cuando se haga la
noche esté con el corazón encogido deseando llegar a casa. Hay
malos por todas partes y sin embargo, más buenos, solo que estos últimos ni trinan,
ni matan, ni ponen su silla delante de la puerta para planear su próxima
estocada. No somos
malos la mayoría, sino trabajadores de la rutina, merecedores de descanso, alimentadores
de hijos e ilusiones de envejecer sin que nos velen cuatro paredes sin cuadros.
No
somos ellos, nunca lo hemos sido, nunca lo seremos. Ni cerrajeros de cárcel, ni
alimañas en cautela. Sino padres y madres, desbocados los corazones cuando los nuestros
no llegan a casa, cuando el móvil no responde, cuando el coche no está en el
aparcamiento, cuando la voz que más queremos no la oímos sin saber en qué
repetidor se ha visto truncada.
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