Hemos sobrevivido a las
fechas, un día más, pero ya se nos asoman tsunamis de compras, regalos forzados
y otras necedades tan grandes, o más, que tirar huevos por Halloween.
En Sanlúcar los locales han retirado docenas de huevos listos para el
impacto contra lo que fuera, que no hay como gamberrear a gusto gozando de
total impunidad. Iban con pasamontañas – los muy
menores- para preservar su identidad, como los que pagan los seguros de muerto
para no quedarse con los pies colgando cuando ocurra el deceso.
Los muertos
pesan, ya se lo digo, casi más que los adolescentes. Pesaremos toneladas a los que nos sucedan, por eso nos aseguramos
de prever lo que pasará cuando ya no seamos más que guano de murciélago. Parecen
cosas de los abuelos, porque mis abuelos pagaban “el Ocaso” como si fuera agua
bendita que les costearía los amplios gastos mortuorios con los que no querían
grabar a los suyos.
A mí
siempre me dio dentera ese papelito doblado, cabalgando entre cajones,
aletargado y dormido hasta el suceso. Nunca me la dio el hecho de la muerte, ni
las tapias, ni los cementerios, sino el olor a muerto despegado de sábanas de
hospitales, de rostros macilentos y sonrisas forzadas.
Con el tiempo a la chepa, he
entendido que lo que realmente me da pánico es la agonía hasta dar el paso
final, con macabra pirueta.
Perdonen que no esté muy ufana, pero veo futilidad y pesadez por todos
lados, fatiga y hastío, hasta de gloria bendita porque ya ni la comida, ni las
series, ni siquiera este hablar con ustedes ( en callado) me cura de la
presencia de que somos finitos y en polvo nos convertiremos.
Son días
raros, en los que solo ganan los supermercados con ofertas eternas en las que
no hay fechas -ni calendario- sino ganancias y productividades. Ellos, son el auténtico infierno
que nos consume con desgaste de cartílagos que ni Ana María Lajusticia puede
subsanar porque la Canina nos come por dentro , llevándonos en porciones de
cataratas y artrosis. No soy vieja, aun no,
solo mayor de huesos, ancha de caderas y cada vez más estrecha de sentimientos.
Mido
por las personas que conozco, me miro en las esquinas dando pasos de ciega.
Intento -por intentar -hasta vivir sin amor, que ya les cuento que es tan
desagradecido como la cerveza sin alcohol o el coca cola cero cero. La
vida no es nada, sino no nos quieren de esa forma tan inhumana que no se altera
con el tiempo, ni la cotidianeidad, ni el sudor amargo, ni las vacaciones rotas,
ni la muerte de alegados, ni el sufrimiento ajeno. Ese sí que es infinito
aunque muramos por dentro, palpables, absolutos, sin huevadas ni seguros, solo
él llevándolo todo, haciendo del infierno un cielo. Si los menores
gamberros supieran lo que les espera, tirarían los pasamontañas y los huevos y
correrían para intentar librarse de la maldición de este Planeta que es
hacernos guano de murciélago. Bien lo saben los viejos que apalabran entierros
a los que no asistirán a menos que estén bien muertos. De eso viven los seguros
y los supermercados, de creernos inmortales, de preservar lo que será barro,
cal y oxido a poco que nos salgan cataratas y el corazón se nos congele , porque
no tenemos a nadie que nos quiera, ni a quien quererlo. Ese es el infierno, hielo por
dentro- hielo por fuera, desamor clamando huevos que le machaquen el alma para
sentir algo aunque sea rabia jalonada de pasamontañas y gamberros, vida
perdurable y envidiada para el que muere a plazo concreto.
Sin
que los seguros le den más que féretro, corona y sepultura para huesos
cancelados, despiojados y secos. Sin amor que nos tape, ni nos dé anhelos,
estamos- definitivamente- muertos.
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