Si no has perdido a
nadie querido no has entrado en otra dimensión desconocida, porque no has
llorado de rabia, ni de dolor extremo, ese que se te clava en las epiteliales y
no cesa.
Si no has visto morir a un deudo no has pasado la prueba de fuego de
doblarte por dentro hasta quedarte más muerto que el propio muerto.
Vamos a una sociedad donde aquellos que nacimos en los 60 nos hacemos –alarmantemente-
viejos. Parece que fue ayer cuando nos compraban nuestras madres los zapatos
gorilas, los uniformes y los libros para el colegio cuando ahora algunos de
nosotros ya somos –incluso- abuelos. No es mi caso, porque parí en tandas
biológicas como las cuotas de pesca y mis ovarios levantinos- como el resto del
cuerpo- hicieron lo que les vino en gana, encontrándome ahora con dos gemelos
que cabalgan las dudas de empezar el instituto. Aun
así yo sé lo que es perder a un muerto. Lo llevo impreso en el cuerpo como
tatuaje invisible que solo se ve si raspas con ganas. La mayoría lo tenemos.
Ahora se quieren privatizar los cementerios y propagar los geriátricos porque
saben que nosotros- los que nacimos en el medievo de la nueva sociedad española
de Landas y Fragas- seremos los que daremos de comer a los del mañana, con
nuestros pañales y padecimientos. Esos los que tengan la infinita suerte de ver
a sus nietos e incluso bisnietos, como mi amiga Isabel Carrasco que transita
por la vida adulta con muertos enterrados en el alma, pero con pies agiles y
viajeros y en las pupilas una infinitas ganas de vivir la vida. Ya les digo que no es mi
caso, ni creo que sea. Si me perdona el Alzhéimer que matará a mi madre a
fuerza de convertirla en árbol, abonaré la tierra sin tocarla exactamente igual
que todos ustedes que ahora se ven invencibles, fuertes y poderosos. Este verano ha
sido raro, se lo confieso, raro en extremo porque se ha pasado en un suspiro
sentido de matrona pueblerina de abanicazos en el pecho. Nos dejó- a las del
corrillo -una de las más optimistas. Se fue, no sé si sonriendo como decía su
marido porque para mí la muerte no es plato de gusto ni para los creyentes.
Ella lo era, pero sobre todo una luchadora. Le pegó a su enfermedad todo lo que
pudo hasta que la dejó varada como una sirena en el borde de la playa.
Si no has perdido a alguien muy querido, no sabes de qué te estoy
hablando porque la gente no comulga con la empatía, en un mundo donde lo
virtual es más importante que lo que tenemos enfrente. La vida es peregrina
insobornable de inquietudes y metas, pero sobre todo de finales de camino. No
me obsesiono, solo lo pienso intentando no rallarme demasiado con pequeñas
cosas que se te inmiscuyen en el alma como granos de arena. Las pérdidas tienen
que ser asumidas como los destrozos de los zapatos gorilas en las punteras o
que te había crecido el pie porque ya eras grande. El espejo en el que te
podías ver de pronto porque habían estirado tus piernas no es más que el reloj
del tiempo que te dice que eres tan caduco como un yogurt desnatado. Somos
sacos de experiencias, de emociones cotidianas y recuerdos, muchos recuerdos. Supongo que por eso duele la
ausencia de los que fueron fuente inagotable de bondad en el universo. Por eso
duele que no estén cuando los llevamos tan dentro, algo que nunca entenderán
los que no quisieron, los que no perdieron o los que la empatía no es más que
un plato de gourmet que cepillarse en un abrevadero. Lo siento por ellos , porque
yo viví incluso sufriendo. Los que nacimos en los 60 ya somos hasta abuelos,
desmemoriados de ilusiones con los huesos pelados por los acontecimientos. Aún
recordamos cómo olían a nata las gomas Milán y qué gusto daba sacarle punta a
un lápiz nuevo o desvirgar un cuaderno (o un libro) que nadie había tocado
antes que las yemas de nuestros dedos. Éramos inocentes y buenos. Ya no, ahora
solo somos caminantes sin rumbo con un muerto – muy querido- al cuello.
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