lunes, 4 de junio de 2018

A LA CALLE


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Mientras los padres de la patria peleaban en el Congreso por ver quién se llevaba el Gobierno al río, los caminantes del Estrecho vagaban por ciudades costeras sin recursos suficientes.                                                                                                                                                      En pocos días han arribado muchas pateras, más de seiscientas almas que descarriar porque no hay sitio en las ONG, ni en refugios que se dedican a ellos y tampoco pertrechos. Lo que sí hay es saturación a niveles máximos por lo que se está dando pasaporte de salida para que vaguen sin rumbo fijo por las calles.                                                                Son los nuevos caminantes que gozan de invisibilidad política, que no local porque los de pueblo somos cotillas por naturaleza y no se nos escapa nada.                                                 No sabemos cómo irá el País, qué rumbo tomaremos, ni que será de nuestra contrastada prima, de nuestros exiguos ahorros o de la bonanza económica que consistía en sueldos precarios y muchas horas trabajadas. No sabemos nada, igual que ellos que se embarcan en la aventura de cruzar costas que nunca son amables más que si estás en un hotel a pie de arena con cinco estrellas jalonado.                                                                                    A los marroquíes se los quedan porque tienen pasaporte de salida. Hay un acuerdo entre Estados soberanos para su expulsión, pero los subsaharianos son otra cara de la misma tostada, la de la precariedad. Abandonados por todos, encaramados a vallas y expuestos a la intransigencia de una Europa cada vez más alienada, pobre y racista.                            No tardarán mucho en que se suban fronteras tipo mexicano , no entre naciones que quieren ser cada vez más ricas y prósperas sino separando a las  más ricas de las que solo son bocanadas de huidas a la carrera , con lo puesto y mirada temblorosa.                   Nada puede hacerle frente a una sangre que se desborda, ni a unos pies que se afanan por llegar a un paraíso que se soñó desde la infancia.                                                   Ahora vagan como almas en penas, reclutados por el sinsentido de no saber qué va a pasar. Quizás con suerte los veremos en algún mercadillo, financiándose la aventura con el sudor de bocear el género que piratean otros diciéndolo original, manteros de corazón enlatado por las prisas y las carreras. En los semáforos también se arriendan voluntades a cambio de pañuelos o por pequeñeces que sacan las vergüenzas de la miseria, la desigualdad y lo ajeno.                                                                                                                No los miramos para no verlos, pero se nos cruzaron por las calles para mirarnos ellos, para ser ojos, oídos y testigos de esta vida nuestra que no es más que la casualidad, pero a la que tenemos tanto aprecio.                                                                                                    En el Congreso andan debatiendo, cambiando sillones, yéndose a tomar café mientras a muchos nos consume la impotencia, la desesperanza o el hastío. Somos pueblo soberano pero no tomamos riendas más que para votar que no es poco, con igualdad a ras de uno, sin manadas ni atropellos, con dos pies y dos manos y esperemos que cerebro.                                                                                                   Va a ser tiempo de cuchillos, de Roma sangrienta por los debates, de insultos que se devienen y la mirada de uno que se va riéndose a carcajada de nuestra bobería.                Porque nosotros también vendemos el alma al mejor postor pagándole en infinitas ocasiones con la vida. La Banca nunca pierde, los caminantes nunca ganan. Así son las reglas del juego que ellos hicieron para echarse unas risas. Parecería que estamos a pie de cambio, de regeneración, pero solo es el sueño del caminante que compra billete de ida en una patera para verse gastando calles en una ciudad costera denunciado por los vecinos como si fuera un alienígena. Somos unos indeseables porque creemos. Nos hacen daño porque les dejamos manipularlos. Queremos confiar para poder respirar mínimamente tranquilos, para no vernos desembarcando muertos de frío en una costa que nos pareció (desde donde estábamos) Gloria bendita, pero en la que ahora todos nos miran, recelan y nos cuesta la vida vislumbrar eso que tanta falta nos hacía.

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