Mientras los padres de
la patria peleaban en el Congreso por ver quién se llevaba el Gobierno al río,
los caminantes del Estrecho vagaban por ciudades costeras sin recursos
suficientes. En
pocos días han arribado muchas pateras, más de seiscientas almas que descarriar
porque no hay sitio en las ONG, ni en refugios que se dedican a ellos y tampoco
pertrechos. Lo que sí hay es saturación a niveles máximos por lo que se está
dando pasaporte de salida para que vaguen sin rumbo fijo por las calles.
Son los nuevos
caminantes que gozan de invisibilidad política, que no local porque los de
pueblo somos cotillas por naturaleza y no se nos escapa nada.
No sabemos cómo irá el País, qué rumbo tomaremos, ni que será de nuestra
contrastada prima, de nuestros exiguos ahorros o de la bonanza económica que
consistía en sueldos precarios y muchas horas trabajadas. No sabemos nada, igual
que ellos que se embarcan en la aventura de cruzar costas que nunca son amables
más que si estás en un hotel a pie de arena con cinco estrellas jalonado. A
los marroquíes se los quedan porque tienen pasaporte de salida. Hay un acuerdo entre
Estados soberanos para su expulsión, pero los subsaharianos son otra cara de la
misma tostada, la de la precariedad. Abandonados por todos, encaramados a
vallas y expuestos a la intransigencia de una Europa cada vez más alienada,
pobre y racista. No tardarán mucho en que se
suban fronteras tipo mexicano , no entre naciones que quieren ser cada vez más
ricas y prósperas sino separando a las más
ricas de las que solo son bocanadas de huidas a la carrera , con lo puesto y
mirada temblorosa. Nada
puede hacerle frente a una sangre que se desborda, ni a unos pies que se afanan
por llegar a un paraíso que se soñó desde la infancia. Ahora
vagan como almas en penas, reclutados por el sinsentido de no saber qué va a
pasar. Quizás con suerte los veremos en algún mercadillo, financiándose la
aventura con el sudor de bocear el género que piratean otros diciéndolo
original, manteros de corazón enlatado por las prisas y las carreras. En los
semáforos también se arriendan voluntades a cambio de pañuelos o por pequeñeces
que sacan las vergüenzas de la miseria, la desigualdad y lo ajeno. No
los miramos para no verlos, pero se nos cruzaron por las calles para mirarnos
ellos, para ser ojos, oídos y testigos de esta vida nuestra que no es más que
la casualidad, pero a la que tenemos tanto aprecio.
En el Congreso andan debatiendo, cambiando sillones, yéndose a tomar
café mientras a muchos nos consume la impotencia, la desesperanza o el hastío.
Somos pueblo soberano pero no tomamos riendas más que para votar que no es
poco, con igualdad a ras de uno, sin manadas ni atropellos, con dos pies y dos
manos y esperemos que cerebro.
Va
a ser tiempo de cuchillos, de Roma sangrienta por los debates, de insultos que
se devienen y la mirada de uno que se va riéndose a carcajada de nuestra
bobería. Porque nosotros también vendemos el alma
al mejor postor pagándole en infinitas ocasiones con la vida. La Banca nunca
pierde, los caminantes nunca ganan. Así son las reglas del juego que ellos
hicieron para echarse unas risas. Parecería que estamos a pie de cambio, de
regeneración, pero solo es el sueño del caminante que compra billete de ida en
una patera para verse gastando calles en una ciudad costera denunciado por los
vecinos como si fuera un alienígena. Somos unos indeseables porque creemos. Nos
hacen daño porque les dejamos manipularlos. Queremos confiar para poder respirar
mínimamente tranquilos, para no vernos desembarcando muertos de frío en una
costa que nos pareció (desde donde estábamos) Gloria bendita, pero en la que
ahora todos nos miran, recelan y nos cuesta la vida vislumbrar eso que tanta
falta nos hacía.
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