jueves, 20 de octubre de 2011

SÁBADOS EN LA PLACITA




SÁBADOS EN LA PLACITA

Los sábados desde la torre del campanario de la iglesia mayor, puedes vislumbrar medio Puerto. Al menos eso me imagino, cuando miro la cara de la cigüeña y la veo despiojarse tranquila, pata arriba, increíble ejercicio, de una acróbata obligada de las alturas, sin pizca de curiosidad por los humanos.

Desde el suelo, los que pisamos , podemos vislumbrar la torre, la cigüeña, la callada por respuesta de las piedras centenarias que las rodean y la soledad y el vacio de los que las sufren.

En el escalón de un escaparate , vencido por la crisis , pasa las noches un indigente. Nunca le había visto la cara, seguramente porque no tiene, porque cuando paseo por Cádiz o por Jerez o por donde sea que los haya, los veo, pero procuro no fijarme, no sea que se ofendan con mi falta de vergüenza , en desvergonzar la mala suerte de otros y les miro de soslayo, a la apresurada, como ellos, como todos los que se cruzan en sus malos pasos.

Pero al del escaparate no, a ese no le miro así, porque ya lo conozco, no de cara ni de palabra, ni siquiera de nombre, lo conozco de verlo dormido encogido sobre el lado izquierdo, con la manta limpia impoluta y el frío que lleva a cuesta y que aunque el otoño está siendo cálido y a veces hasta opresivo en calores tardíos, le siento la humedad de la noche , garabateada en cada suspiro.

El sábado pasado –lo que son las cosas-le vi la cara y me asusté , porque era de una normalidad que daba miedo, era como usted o como yo, alguien anónimo en su anonimato de normal, hasta que lo ves salir de entre las mantas y las recoge y solo lleva a rastras una maletilla, que vista en cualquier otra calle y sin la tarjeta de presentación del escaparate cerrado y caduco, podría pertenecer a cualquiera.

Su ropa no era de rastrillo, ni de beneficencia, ¡dios de los cielos!, era hasta buena y entonces S.King y los zombis dejaron de darme mucho pánico, porque me lo regaló él, en gotas sangrantes de su dignidad paseante, de su silencioso ir a ninguna parte, más que a buscar la nada de perderte en una vida que ya no es tuya y que te obliga -de verdad se lo digo -no sé bien a qué.

El sábado quedó el escaparate de la placilla- una vez más- solo y sucio, dejado y quieto.“La bota de oro” abrió y las señoras entraron como agua de mayo, a ver lo que había en esa luz y esa oquedad tibia y refulgente como mosquitas parasitarias. Macias puso sus cacharros con flores y los abuelos- en un banco indiferente- discutieron el inicio del mundo con posos de café en el alma evadida y él se coló entre nosotros presente en carne y hueso, indigente desaparecido en su totalidad vistiendo su ropa de diario, sin ducharse, ni asearse, ímprobo mártir de esta crisis o de otra más fundamental que nos asola a todos por igual y que se llama indiferencia.

Los sábados desde la torre del campanario de la iglesia mayor, puedes vislumbrar medio Puerto. Al menos eso me imagino, cuando miro la cara de la cigüeña y la veo despiojarse tranquila, pata arriba, increíble ejercicio, de una acróbata obligada de las alturas, sin pizca de curiosidad por los humanos.

Desde el suelo, los que pisamos , podemos vislumbrar la torre, la cigüeña, la callada por respuesta de las piedras centenarias que las rodean y la soledad y el vacio de los que las sufren.

En el escalón de un escaparate , vencido por la crisis , pasa las noches un indigente. Nunca le había visto la cara, seguramente porque no tiene, porque cuando paseo por Cádiz o por Jerez o por donde sea que los haya, los veo, pero procuro no fijarme, no sea que se ofendan con mi falta de vergüenza , en desvergonzar la mala suerte de otros y les miro de soslayo, a la apresurada, como ellos, como todos los que se cruzan en sus malos pasos.

Pero al del escaparate no, a ese no le miro así, porque ya lo conozco, no de cara ni de palabra, ni siquiera de nombre, lo conozco de verlo dormido encogido sobre el lado izquierdo, con la manta limpia impoluta y el frío que lleva a cuesta y que aunque el otoño está siendo cálido y a veces hasta opresivo en calores tardíos, le siento la humedad de la noche , garabateada en cada suspiro.

El sábado pasado –lo que son las cosas-le vi la cara y me asusté , porque era de una normalidad que daba miedo, era como usted o como yo, alguien anónimo en su anonimato de normal, hasta que lo ves salir de entre las mantas y las recoge y solo lleva a rastras una maletilla, que vista en cualquier otra calle y sin la tarjeta de presentación del escaparate cerrado y caduco, podría pertenecer a cualquiera.

Su ropa no era de rastrillo, ni de beneficencia, ¡dios de los cielos!, era hasta buena y entonces S.King y los zombis dejaron de darme mucho pánico, porque me lo regaló él, en gotas sangrantes de su dignidad paseante, de su silencioso ir a ninguna parte, más que a buscar la nada de perderte en una vida que ya no es tuya y que te obliga -de verdad se lo digo -no sé bien a qué.

El sábado quedó el escaparate de la placilla- una vez más- solo y sucio, dejado y quieto.“La bota de oro” abrió y las señoras entraron como agua de mayo, a ver lo que había en esa luz y esa oquedad tibia y refulgente como mosquitas parasitarias. Macias puso sus cacharros con flores y los abuelos- en un banco indiferente- discutieron el inicio del mundo con posos de café en el alma evadida y él se coló entre nosotros presente en carne y hueso, indigente desaparecido en su totalidad vistiendo su ropa de diario, sin ducharse, ni asearse, ímprobo mártir de esta crisis o de otra más fundamental que nos asola a todos por igual y que se llama indiferencia.

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