
Así llamaban en Roma a
los celebrantes de las Lupercales cuando ya se les desmadró la cosa. Fueron los
precursores de San Valentín con sus pavadas comerciales de rosas y fresas.
Caminaban desnudos, después de haber sacrificado a una desgraciada
cabra, azotando con su piel a mujeres fecundables con las que se topaban. ¿No
me digan que no es maravillosa la imagen mental de esos adolescentes de buena
cuna haciendo el gamberro en grado máximo alentados por las festividades?
Ahora el 14 de febrero se nos ha domesticado, las floristerías (tan
famélicas) se frotan las ramas y las pastelerías y otras argucias consumistas
se echan las manos a la caja. Les
confieso que nunca celebré en la fecha indicada, esta exaltación al amor
mundano, la buena comida, las fresas con nata o chocolate y el ayuntamiento sin
concejales o las cúpulas sin Florencia. Si algo me duele de la ausencia no es esta fecha,
ni lo que sugiere, porque éramos de cotidianeidad trabajada. De dormir
apalabrados y de quedarnos quietos, mirándonos sin mirarnos. Las parejas que se
hacen a fuego lento me entenderán. No son los familiares los que te separan, ni
los malos modos, ni los hijos destemplados, sino la cotidianeidad. Esa que pesa
como losa cuando el amor se escancia a manos llenas. Pero nunca fue esa nuestra asignatura pendiente, sino el amor puñetero
a más no poder y celoso de tu dicha. Por eso- inconscientemente- te abrazas a
tu pareja en mitad de la noche y tanteas su lado de la cama para asegurarte de
que sigue ahí para ti. Éramos
una pareja sin más historia que la que nos estábamos haciendo a bocados.
Trabajando sin parar, con hijos creciendo y nuevos perros que sacábamos de
protectoras porque nunca hemos estado muy bien de la chaveta. Viajábamos cuando
podíamos, más a sitios que les gustaran a los niños porque nos acomodábamos a
esa prole que crecía del mismo modo que nuestro respeto, nuestra mutua compañía
o las canas y arrugas que nos regalaba el tiempo. No nos veíamos envejecer
porque la magia borraba todo lo que no era importante. Es lo que tiene el tema, que envenena cuando
lo tienes porque temes que se te escape y cuando se va, terrible tragedia
porque sabes que nunca más podrás volverlo a tener de esa manera. No
quiero enamorarme y hago conjeturas y maleficios para que no pase, porque amar
de esa manera es imposible sino se acompasa con la edad, el tiempo y los
traspiés que te da la vida. No quiero amores de película, ni epopeyas troyanas,
no quiero sino recordar hasta el último suspiro de su voz, el roce de sus manos
en mi piel y cómo me miraba cuando yo fingía que no le miraba a él. Quiero su
cercanía, su bondad, su buen hacer, sus risas y los abrazos. Esos de oso que te
llegaban desde las epiteliales hasta el fondo del alma, para allí quedarse. Quiero
escuchar- aunque solo sea una vez- su voz, llamándome.
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