Tenía miedo en la
mirada el descubridor del coronavirus. Ha fallecido dos veces porque el sistema
chino no es de Cristasol y las noticias van y vienen. Parece un culebrón
venezolano pero tipo pandemia, porque ha muerto por un infarto, estando
infectado por el virus.
Ya saben que me gusta fabular, así que no me hagan mucho caso que no
quiero que esto trascienda y palmarla por chinorradas que tengo muchas cargas
familiares. Lo que
sí se me queda -como la tristeza e impotencia que desprendía el hijo del
churrero de Chiclana aposentado en los escalones de la Audiencia donde se
juzgaba a los que habían matado a sus padres- es la cara de miedo del médico
chino. Este hombre rezumaba pánico. No sé exactamente por qué, si por la cepa o
por que no querían que se supiera y él hizo lo posible para que sí, temiéndose
represalias. El
dolor ajeno se me pega en las medulares, se comprime y abrupta su fétido
aliento a medianoche cuando intento conciliar el sueño. Odio esto. Me gustaría
ser inmune a las fotos de perros apaleados o muertos, a la desidia humana, al
rencor, la fatiga, el desprecio o la muerte, pero no hay manera. Todo se me
amalgama en la garganta, pero soy incapaz de vomitarlo.
Este febrero es mes de
galgos, ahorcados con nocturnidad y mucha premeditación, descarnadas las
gargantas de los que tienen suerte de desasirse del lazo estrangulador que le
puso el asesino humano que los usaba para cazar. A otros simplemente les parten
el cráneo con un hacha y luego los arrojan a la basura como mueble inútil y
sucio que solo mereciera el contenedor o la escombrera. A todos nos ven así, no
se me distraigan. Estamos en una sociedad en la que lo perecedero manda, solo
que no nos damos cuenta porque creemos que nuestro hoy va a seguir siendo
nuestro mañana. Por eso nos asusta tanto el cáncer, el coronavirus o la cara
temerosa del doctor Li que le vio los dientes al sistema más opaco. A
mí me da miedo todo, principalmente porque leo y se me queda hincado en la
raspa con alfileres negros. Hay una imagen visual de la llegada a Málaga de las tropas que se me
quedó grabada durante años, vista y narrada por dos extranjeros. Tan mortal y
predecible como el galgo joven que acaba de nacer solo para satisfacer
instintos tan actuales -hoy en día- como los que matan a golpes a una pareja de
ancianos para robarles lo que han trabajado durante muchos años.
No se crean que están a salvo porque tienen ahorros o gente que los
quiere, la maldad está ahí fuera tan libre e inhóspita como los dientes de los
que la portan. No
tienen más que abrir los ojos o meterse en los entresijos de una protectora de
animales para ver todo el odio, la inquina y la estulticia que muchos portan
como un sello maldito que solo pudiera producir dolor y muerte. Se creen
ustedes a salvo porque somos la especie dominante del planeta; Porque
trabajamos, cobramos y cotizamos, pero llegaremos a viejos y seremos tan
vulnerables como ellos, tan dependientes, tan perros deseando que nos quieran,
que nos respeten, que no nos cuelguen de una cuerda atada a una rama en la que
nos balancearemos. A mí las cosas me arden dentro. Soy puro fuego cuando en
mitad de la noche me desvelo. No
soy de hacer daño porque la conciencia no me dejaría quieta, pero en cambio
puedo ver a las víctimas chillando, pidiendo ayuda con una pelota metida en la
boca , aullando de miedo. Pudo sentir correr por las venas del doctor Li el coronavirus
sin saber cómo pudo infectarse y aun así
muriendo de un infarto. Quizás
me llamarán conspiranoica y visionaria, pero me dará igual, porque mi fin puede que esté en las salas de
un geriátrico, adobada de orines y comida que más parecerá pienso de perro, con
algunos tan desgraciados como yo mirándome sin llegar a verme. Mientras nacerán
galgos nuevos que sacar a cazar conejos.
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