Los humanos somos en esencia mentirosos. Así que los crédulos
siempre perderán la Tierra. Un mundo que idolatra el dinero (donde un niño-dios
fue crucificado para salvarnos a todos) solo podía culminar con la mayor de las
mentiras...”Que aún tenemos esperanzas”. Nos creemos que un nuevo año, una
nueva década (que no lo es) o incluso un nuevo milenio, pueden depararnos
cambios tan sorprendentes como los pertrechados por el mejor de los guionistas
de Hollywood. Podríamos
ceñirnos a una realidad mortal y quizás tuviéramos una oportunidad de ser
felices en nuestra simpleza, pero la mentira nos nutre más que cualquier otra cosa
que imprimieran en nuestro ADN. Deseamos felicidad cuando no existe, porque
no es más que un producto de Aliexpress sin caja de envío, ni papel de regalo. Deseamos lo que no
tenemos y tenemos lo que nos toca en la lotería pagana que es el wassap con
niños sonrientes y gente que se abraza. Bailamos al compás que nos toquen y
refunfuñamos con la profundidad de los bronquios y los alveolos. Nos hemos
hecho mayores separados por miles de libros, paginados en bibliotecas extensas
de columnas por escribir y cervezas con tapa regalada. Nos hemos acercado a ese
precipicio que esconde al Pecado por el que transita desnudo y loco, pero nunca
despeñado. Somos en esencia nada más que conjunción de células aleatorias,
evaluadas por el tiempo, materia sin gris alguno más que cuando pensamos a
desparpajo de ausentes y evocaciones de mártires. A mí se me fue el crecer como
un árbol y se me quedó la escoria, la escarlatina y el anhelo nunca llenos, ni
saciados. Miento por dedicación y alevosía, por desacato y estrujamiento de verbos,
porque me compongo cada día para desdecirme en horas, segundos y minutos. No
hay año que se celebre cuando no hay celebración posible, y sin embargo, echo
un ascua al cielo a ver si el hijo del Tiempo me seca los recuerdos dolorosos,
apaciguando esa mente que cavila de noche en desmanes aleatorios, rompiéndome
en vigilias e imaginarias propias de cuartel o de convento. No soy monja más
que de paganismos y reliquias, devota de un solo dios padre, hijo y esposo,
coleccionando recuerdos como flases mentales porque la realidad aprieta y
mentir ya no es más que alegato de novicia. No hay cirio que ilumine la
oscuridad del vacío, ni gasolina bastante para calentar un corazón que no late,
ni médico (del más allá, ni más acá) que dé veredicto de nomenclatura árabe a
este mal que me aqueja el Alma, si es que alguna vez mi mentiroso cuerpo la ha
albergado. Si lo hizo el que desatornillaba lo malo para regalarme alegrías,
compañías y muchas risas. Si alguna vez estuve viva, se me fue cuando me dejó
como a los perros abandonados a la puerta de los hospitales, gimiéndole a la Luna
por su vuelta. Es un nuevo año, no una nueva década, ni un nuevo milenio. Todo
debería ser tan grácil como el vuelo de un moscardón a las dos de la tarde de
un agosto perlado de somnolencias y calores estivales, pero es invierno frio (sin
nieve, ni paciencia) con grises tintados por el color de moda y los niños
cabalgando el tiempo y yo tras ellos, mintiéndoles cuando les digo que hay un
año nuevo lleno de posibilidades y de cosas maravillosas y de mucho amor y
muchas fresas, propaganda de aliexpress para que les compres más, que no mejor
por estas fechas. Tenemos médula de mentirosos, de ladinos conversos, de
moriscos levantinos y poetas, de grandes traidores y herejes a medias tintas y
comedores de conejos que nunca dejaron de ser gato callejero. Hemos cumplido
los ritos iniciáticos y la gripe ha llegado para dejarnos lastrados y tiesos.
Podría decirles que esto es todo arrebato de cansancio, soledad y fiebre
consentidora, pero me niego a engañar a los que quiero. Es Tiña mental, de la
que mata. Pero aquí estamos, como la Sirena varada, mirando al mar de frente echándole
ganas. Porque hay alguien que nos merece, alguien por quien mataríamos y
moriríamos sin pestañear siquiera. ADN de muchas lacras con Pecado corriendo como
loco por el borde del Abismo, para que en este nuevo año se despeñe fijo.
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