Muero por una enorme
tristeza que se me pega a los huesos. No creo más que en sentimientos profundos
como los peces del abismo, amistades de verbo impuesto y familia que me rodea
el cuello, a veces estrangulándomelo.
Peco de necedad al
creer que puedo con todo y me escurro entre las grietas del suelo y las
telarañas de las esquinas, devorada como Frodo para no despertar más que cuando
la batalla esté empezada.
Son
fechas de elecciones muertas, de películas vistas, de chucherías apergaminadas
y de difuntos que están más presentes que muchos vivos.
No soy de llevar flores a
los cementerios porque nunca creímos en los enterramientos y las cenizas del
que amaba a tabla rasa, aún están de mi parte. Sé que hay quien piensa que eso
está mal, pero permítanme que me importe un haba. La tristeza nos inmuniza
contra la sociabilidad, la opinión de los demás y el quedar bien. Ella es tan
poderosa, tan precisa y dominante que solo tiene tiempo para sí misma,
exprimiéndote como si fueras una rodaja de limón dentro de un vaso de ginebra. Sé
que es día de difuntos en las
pelusillas del calendario, porque para mí los que se fueron- si fueron- se
quedaron bien dentro. No hay día fijado para acordarte de los que perdiste, ni
flores para tapar el olor de la desesperación, ni velas para alumbrar el
camino. No hay nada cuando te envuelve.
El que quiera de verdad y pierda, me entenderá. El que no, no pierde
nada, porque solo el dolor- por si -no regala nada bueno. No hay una
explicación, ni una verdad suprema, ni tampoco un crecer en bondad, ni en
experiencia, ni la resiliencia -tan mentada- que no vale para un pimiento
cuando te explota el corazón y con él todo tu mundo se va al garete por el
desagüe. El día de difuntos es una
tremenda canguelada, como el de Halloween donde los niños se visten de
fantasmas, hadas o duendes en un improvisado carnaval en blanco y negro. Nadie
me puede devolver lo que perdí, ni puedo recuperar el anillo una vez devuelto a
las llamas que lo forjaron. No hay más. Pero es tan duro que los sentimientos
se nos erizan, las ganas nos abaten y el mundo nos pisa con penca de elefante.
Es el vacío más absoluto, desenfoque sin final para un baile de quita y pon
donde una debutante no pude hacer nada más que morderse la yema de los dedos, porque
no quiere escribir sino plegarse sobre si misma, enterrase en vida y vomitar
tanto desapego. Y aun así, luce un sol espléndido, los niños ríen y la vida
entra a raudales por mis pulmones. Tengo hambre de quitarme estos alfileres que
me taladran, de dejar de sentir pérdida, abatimiento o miedo a no retronar a lo
que fui antes . Porque ellos deben ser nuestra explicación a tan grandes dudas,
nuestro consuelo a las soledades, nuestro puerto de partida y nuestra meta
final. Solo ellos, a los que tanto quisimos y tanto nos quisieron. Porque nunca
se fueron. No, mientras los recordemos. No, mientras pequemos con el
pensamiento, por obra u omisión al tenerlos, al besarlos y plegársenos en el
tuétano de los huesos. Embarrarnos en el aire que les dio la vida, ver lo que
ellos vieron, amar lo que nos regalaron y dar un paso hoy, otro mañana y así
hasta encallecernos el pellejo que no es más que aliento de ellos, los que nos
quisieron. Estamos aquí por ellos, y ellos estarán en nosotros hasta que seamos
recuerdo de otros, ojos de otros y piel – más bien pellejo- encanecido y pendulante,
abrazándonos a un vigoroso cuello. Porque
seremos en el futuro difuntos, recordados por los que nos quisieron; Esos a
quienes tanto queremos, que habrán heredado genes y sentimientos, pero también recuerdos
de esos a los que tanto quisimos y aún queremos. Porque es lo único infinito,
lo que perdura en el espacio y en el tiempo, lo que nos sobrecoge y
envalentona, lo que nos da aliento para seguir , gasolina de los pobres a los
que la tristeza se nos hizo el octavo
pasajero. No claudicaremos, porque ellos no querrían vernos hacerlo.
Porque ellos pelearon para no irse, porque estar a nuestro lado era su único
empeño. Pero se fueron aunque les recordemos, aunque nos apeguemos a su
recuerdo, a su último adiós, a esos ojos melosos o a esa mano encallecida por
el esfuerzo.
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