Nací en el baby Boom
así que entiendo de masas arraigadas. La que ha culminado el Éverest no es
menos. 200 personas atadas a oxígenos y sherpas llegando donde muchos otros han
dejado vida, para demostrar que el dinero todo lo puede. Las largas colas para
ver un cuadro que el que lo pintó seguro que se admiraría de tal proeza. Porque
el arte es parte de la nada, ausente por entero del que lo crea como los
antiguos dioses que no osaban mirar a los humanos más que para escupirles a la
cara. Nos hemos hecho a imagen y semejanza de ellos, creyéndonos mejores por
marcar con nuestro orín todo aquello que no podemos poseer más que momentáneamente.
Nos hemos hecho poseedores de esa gloria efímera que nunca tuvo la fotografía más
que para aquellos que enseñaban el álbum de fotos en una sociedad que estaba
hecha para encajonar la esperanza y bajar el dobladillo de las faldas. Me crié
con las fotos de mi madre en blanco y negro. Con el objetivo de la cámara familiar
pegado a cada risa, a cada enfado. Yendo con las amigas a Simago a la cámara de
fotos automática que además de sacarte infame para los boletines de notas,
también empezaba a inventar eso del artisteo que consistía en meterte con las amigas
a hacer pavadas o arrumacarte con el novio del momento en sarta de besos y
caricias. Supongo que fuimos pioneros de los que ahora ponen de todo en las
fotos, mandan de todo y son capaces de escalar el Éverest para poner en las redes
que lo han hecho. No nos tatuajes colectivos de tribu, ni las argollas que los piratas
se ensartaban en la orejas cuando habían navegado por todo el Planeta. Es otra
cosa más pueril, basada en el atavismo de ser el producto de aquel primer
espermatozoide que espumó al óvulo convirtiéndolo en humanoide forma cárnica
que reclama su sitio en el mundo. No sé lo que pretendía May , pero no lo
logrará porque las fronteras se difuminarán y solo el dinero será cribaje para
discernir quién si y quién no en un mundo global de imbecilidades, falsos
amigos y seguidores de gente que tiene que destruir para hacerse un nombre en
la nada de los datos, las conexiones y los archivos virtuales. A mí la Gioconda
me decepcionó porque solo vi cabezas, cuerpos, sudores, turisteos y mucha
humanidad alrededor de algo que debería beberse tan a gusto como una cerveza
fría a pie de playa. Los atardeceres son indescriptibles y aun así nos los
sirven en bandeja porque hay quien está y si no lo compartimos parece que no existe
porque nuestros ojos no son suficientes, ni la compañía inexistente que nos
asola por doquier es la misma si creemos que nos siguen gente a la que nunca conoceremos.
Hay algunos que creen que hay que ir más allá y sacar las redes de lo cotidiano
y convertirlas en quedadas. Hay quien cree en el amor en la distancia. Hay
quien cree -por creer- en que los dioses velan por nosotros y los del Everest
no era sino elegidos para dar el salto. Solo creo en que la bondad existe por
muy difícil que sea encontrarla. En que el amor perdura tras la muerte y en que
nos morimos plegados en nosotros mismos, hechos carne, sangre e hiel de puro disgusto
que tenemos. Los 200 han deshonrado a los que murieron, a su esfuerzo, la
entrega a la lucha contra la humanidad que desangramos cuando nos hacemos máquinas,
cuando nos ponemos la piel de humanos para saetearnos a la menor ocasión. Somos
hijos de un mismo padre que nos dejó solos para que nos las viéramos con un mundo
hostil y descuidado, de belleza infinita que fotografiamos con nuestra cara de pandereta
siempre presente porque si no estamos, no somos. No lo entendería mi abuelo. A veces
no me entiendo ni yo. Que hablo a todas horas, que chateo, mientras echo
muchísimo de menos al cárnico que me elevaba al Éverest solo de verlo, sin sherpa -ni oxigeno- que me hiciera falta.
Mary Poppins que perdió la magia del paraguas, Dorothy sin zapatos rojos para
volver al lado del que me amaba. Nací como muchísimos otros en los sesenta. Nos
coceremos en las poltronas de algún geriátrico aun no construido, o a lo peor,
sí. Moriremos aunque subamos al Éverest y lo compartamos, aunque nos hagamos
miles de fotos, aunque tengamos miles de seguidores, envueltos en capas de piel
corruptas y ojos cerrados.
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