Han descubierto una
nueva demencia que antes se consideraba Alzheimer. Es la vida que no sabe cómo
librarse de nosotros y nos manda plagas que escupimos en su chepa. Somos
indestructibles como especie, nocivos incluso para nosotros mismos. Ya no les
digo con el Planeta.
El que será coronado en breve como Rey de Tailandia lo sabe, porque
tiene tres carreras y cuatro esposas, aunque solo la última va a ser coronada
como Reina.
Las mujeres nunca ejercemos ese poliamor al modo tailandés, ni nos
imaginamos a la Princesa Leonor ostentado cuatro consortes cuando le llegue la
edad. La
vida es intricada y laberíntica, puñetera y esquiva con muertes sentidas y
nacimientos escasos. Sin embargo, nos puede en intensidades, desmanes y
tropelías emocionales que nos dan esa bocanada de oxígeno anímico, necesario para
perdurar. Supongo que Casillas se creía inmortal y ahora se piensa que solo ha
sido un susto, pero es la vida que gusta de dar collejas para advertirnos de
nuestra caducidad. Deberían llevar a los críos a los geriátricos a departir con
los abuelos. Sería una lección impagable para los primarios y alegría para los
casi centenarios que ni tienen voz en un mundo que no está hecho para perdurar,
sino para gastar a manos llenas. Las arrugas, la mayor edad, el desapego, las frustraciones
y las canas no son dignos de portada de ninguna revista, sí los apaños
conyugales, el enchufismo visual y los casoplones que se venden cuando el
efectivo ya no da más tregua. Hemos echado una carrera a la Luna y se nos ha
volado el satélite, porque apuntaba a Marte donde los aires son remilgados y el
polvo etéreo. Ni siquiera las tres carreras del Rey de Tailandia le socorrerán
cuando sus cuatro consortes se hagan amigas. Tan imposible como que una paloma
sea capaz de portar en el pico una rama de olivo, cuando no son más que
proveedoras de guano y arrullos roncos como gemidos de solitario. Todos seremos
dementes si vivimos lo suficiente, si las arritmias no se nos arriman al
corazón, ni nos da una válvula obstruida el pelotazo de nuestra vida, como la primera
olla exprés que estrenó mi abuela en pleno techo de la cocina. Porque estamos
adobados de retazos de memoria, siendo programas informáticos saturados de
datos, ralladuras y ansia de ese amor que solo rozamos con los dedos,
llagándonoslos de gansas. Pobres de aquellos que tienen que bailar al ritmo que
les marquen con zapatos de tacón afilado que se clava en el alma que no tenemos
porque no es más que oscuridades, llantos y deseos diarios y encarados, como el
Levante en la Bahía abierta a todos los mares. El Rey de Tailandia hubiera
alucinado con mi abuela en sus buenos tiempos, mujer brava y poderosa, sin
miedo ni llantos. Alucinarían los críos de instituto hablando con la Historia
cara a cara, con los cuerpos lastrados por el tiempo que no conocen límites más
que los físicos que marca la mamona de la vida.
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