Una anciana fue
asesinada en la Rinconada. Tenía gloriosos 90 años que la imposibilitaban para
cuidarse sola por lo que su familia contrataba personal para ello. Ahora se
juzga en la Audiencia Provincial cómo ocurrieron los hechos y quién mató a la
anciana a la que sofocaron con un trapo impregnado de amoníaco. No
fue la muerte agradable que desearíamos todos para nosotros mismos, porque
encontraron los pulmones y las vías aéreas con múltiples edemas.
Nuestras barbas están creciendo de una forma incontrolada, mientras
nuestros padres entran en la senilidad más agria. No sabemos cuándo nos las
pondrán a pelar, pero ya vemos la espuma de afeitar moldeándose en el tiempo
cuando viene borrasca y nos duelen las articulaciones.
Las residencias para ancianos son costosas y no dan los servicios que
necesitaremos los que en el futuro seremos- quizás- desposeídos de toda
humanidad razonable.
La actualidad es trágica, tanto como la soledad, el ostracismo y la
mayor edad que deparan los beneficios económicos, la sanidad pública y los
cuidados sociales. Pero estamos en bancarrota en empatía, respeto y educación.
Qué podremos esperar de estas generaciones que mueren en juegos de rol,
tan banales que enganchan las retinas y envalentonan para no estudiar sino
tumbarse a la bartola. Qué será de nosotros “paganinis” de por vida,
asaltadores de neveras nocturnas para evitar la frustración y el miedo, con
hijos en casa hasta más allá de los 40. Las residencias no
son bicoca que quitarte la inseguridad que genera que te metan un trapo
impregnado en amoníaco porque nadie vela por ti más que tus ahorros en la
libreta del banco. Seremos blanco fácil para los sacaperras, los desalmados y
los ingenieros del engaño, con sillón y pandereta. Como ella, aspirando
amoniaco hasta quebrase bronquios y pulmones. Con la boca y la nariz tapada,
llorando sin que a nadie le importara. La
ancianidad pesa, mientras las arrugas apestan porque hemos conformado un mundo
donde Gandalf es un viejo loco subido al caballo que solo da malos augurios.
Las operaciones cuestan un riñón y a veces la vida, porque queremos ser
eternamente jóvenes como preludio a un paraíso en la Tierra.
La bondad, la generosidad, el respeto o el saber valen tan poco que se
deterioran en el armario donde antes se apolillaban las medallas y los libros
de catecismo.
Hemos pasado de admirar tanto a los mayores -que los engrandecíamos por
encima de la novedad, el progreso y las ideas renovadoras- a abandonarlos como
lastres que no soportan nuestra vida actual, llena de horarios imposibles para
los más pequeños y con obligaciones que nos hacen perdernos en un laberinto que
no nos conduce más que al sillón de una residencia, cuando ya no engrasemos la máquina infinita
que es el consumismo integral.
Son los ancianos actuales el refugio de los trabajadores- de mediana
edad- con responsabilidades familiares por lo mucho que contribuyen, ya no solo
a la economía de los suyos sino al cuerpo de casa que consiste en proveer a los
más pequeños de las socorridas clases de extraescolares que los sitúan en la
cúspide social del futuro. O al menos eso
creemos, porque todo se basa en creencias. Cuando inviertes en un plan de
pensiones, lo haces creyendo que vas a sobrevivir a la hecatombe de las
múltiples C que hay hoy día. Que estarás en tus cabales y que serás capaz de
pensar con suficiente claridad como para que no tengas que necesitar asistencia
domiciliaria -pagada- que te meta un trapo mojado en amoníaco en la boca para
robarte la miseria que te queda, después de haberte pasado media vida
ahorrando, aguantando gente y peleando, por llegar a esos glorioso 90 que
pensaste que serían la hostia de buenos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario