domingo, 15 de enero de 2017

PIZARRA SEXUAL

Resultado de imagen de PROSTITUCION JUVENIL DE NIÑAS

No se ven porque ostentan normalidad. Muros blancos, pocas ventanas y a veces hasta la colada tendida. Las chicas que los habitan no son princesas ni están soñando con el héroe que la rescate, sino que  esperan que llegue la noche para transmutarse en dispensadoras de realidades cotidianas.                                                                                     Esperma y polvos ufanos para unos clientes que se sienten machos de espada desenvainada,” aquí te cojo, aquí te clavo”, sin rencores ni citas que venimos apurados para tomarnos siquiera un trago.                                                                                                     No se ven esas niñas pérdidas para los que andamos a caras peripuestas porque andan encerradas a cal y canto. Pero a veces- si apunta maneras la noche -puedes ver reuniones de solteros en busca de emociones en el patio de la casa , metiendo bulla.                                                                             Ya les digo que no se ven, porque tienen poderes de invisibilidad para nuestras retinas, pero las redadas de la policía nos las enseñan -a veces en páginas de periódicos o en el plasma esposadas y marginadas- con falditas diminutas y tacones de rasca, gracias a que mujeres valientes se jugaron el cuello- denunciando -para conseguir la libertad de todas.                                               Lo vemos con normalidad mientras damos de comer a los niños o tomamos el cafelito con las amigas, porque nos importa un haba lo que pase en esos antros con luces de neón publicitando carne en barra.                                                                                               No nos importa, y ni siquiera se nos ocurre enterarnos porque vamos a lo nuestro que nos sobra y basta.                                                                                                                       Estamos en una sociedad  en que los fetos flotan por las tuberías de los inodoros, libres del apego uterino, cabalgando para llegar a la nada de comida para peces huérfanos de apetencias. Nos preocupa el hoy sin mirar al mañana y el consumir para no quedarnos atrás en el ranquin societario.                                                                                                              Hay nombres para todos y a las desdichadas princesas les pusimos uno que vocean los machistas en los institutos y las plazas, en su casa y en la de los demás, hasta que se les seca la lengua. No son hijas de nadie, porque nadie las reconoce como cosa suya, sino de usar y tirar. Como mucho sirven para dar dinero a manos llenas, sacado de muchos llantos secos y muslos aparejados.                                                                                          Solo valen como excusado de frustraciones de unos malditos que se sienten poderosos, incluso misericordiosos, por no ser unos bestias e ir solo al grano.                                            Tienen una profesión que no lo es, nunca lo fue y nunca debería haber sido porque en el sufrimiento y la humillación solo hay miseria. Pero persiste y se consolida porque el amor está muerto y es más fácil matar a un ruiseñor que alimentarlo con papilla. Continúa porque hay canallas que cazan a jovencitas y las engañan y extorsionan, pero sobre todo porque hay gente que compra almas humanas a precios de mercadillo.                     Se perpetúa porque somos una basura de sociedad y no nos importa que haya gente a dos pasos nuestro vendiéndose por entero, piel y escamas, huesos y médula, satisfaciendo estigmas pasados y haciendo que niñas de quince años satisfagan asquerosos deseos.  Irán a la cárcel -sí -los que las han prostituido, por un tiempo hasta que el dinero -producido en camas igualitarias con sudores vaginales- salga a flote y pague un buen abogado. Luego continuará en otro antro, con clientes que igual compran cigarrillos de una máquina que un útero en que saciar las ganas.                                                 Con niñas cumpliendo años sin que su abuela se entere que no escribe en la pizarra y familias de buen ver que no ven nada porque las princesas abandonadas son transparentes aunque laven su colada. Muros blancos de cal, con ventanas enanitas de rejas. Tan impenetrables y guardianas para la mercancía, como las del siglo XV que custodiaban lo mismo a rameras, que a brujas, que a futuras convidadas a las brasas de la hoguera.

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