Se hablará de nosotras
cuando estemos muertas, cuando el aliento a jazmín se nos haya podrido en la
boca. Estamos condenadas a marchitarnos y ver reposar al guerrero, al lado
nuestro. Isabel
vaga los días junto al espectro de un sueño acabado y yermo. Un amor roto por
el Alzhéimer y la demencia, que no perdona a los intrépidos, ni a los
luchadores, ni a los vivaces. Adormece y mata lentamente, como traidor,
entonteciendo facultades y perforando las relaciones, convirtiéndolas en
miseria humana, barro y laxitud, vertedero de recuerdos. Allí
también está ella, la que recordaba mi nombre y aún aparece joven y ufana en
mis sueños. Permanecen enclaustrados, sin vestigios de feria, adormecidos por
el tiempo y las horas quietas, envejecidas y transmutadas en personajes que ya
no conocemos aunque nos esforcemos por verles rasgos del pasado lejano. Me
lo dijo Carmen Rodríguez Campoamor, antes de ser deglutida ella misma por el Centro
donde su marido pereció de Alzhéimer. Me relató sus peregrinaciones diarias,
iguales a las de Isabel, a las de mi padre, a las de todos los que se aferran
más a un fue que a un será. Peregrinaciones
en su caso por los Madriles que vivieron el amor apasionado de la posguerra con
un Simón, luchador y peripuesto, con persecuciones de película y carnalidad a
las bravas, a la antigua usanza entre gente de izquierdas donde las ideas
valían más que los sentimientos. Desde
los ventanales opacos de risa, del presente, no se vislumbra la feria que se
levanta en toldos multicolores, ni las tortillas, ni los rebujitos que matarían
a un caballo. Desde las
lunas ciegas de las Residencias solo se ve la Bahía callada, el mar gris
marengo y la soledad cotidiana, escindida en batas blancas apretadas y gritos estridentes de dementes.
La privacidad es un eslogan con efecto llamada, una quimera porque la verdad
plana no es más que la imposibilidad de cuidar de quien quieres, como se merece
y debieras. La sociedad actual está muerta, tanto que ya hiede, rebosante de
guano, porque la hemos matado a puñaladas traperas de ambición, consumismo y
mierdería, valiéndonos más una representación social que la sonrisa de una
niña. Se
hablará de nosotras para recordarnos o maldecirnos, para besar nuestro
holograma o dejarnos caer en el olvido, que quizás nuestras células ya atesoren,
condenándonos por siempre al ostracismo, la locura y el desgaste esencial que
el Alzhéimer lleva aparejado, sin ley que nos proteja de nosotros mismos,
depredadores de nuestra propia sustancia carnal y física. Nos
morimos por dentro, nos marchitamos, acabamos caídos y rotos, rebujito mortal
que nos embrutece y atonta, rosas mustias en el cabello ralo, de una calavera
mocha. Como ánforas romanas enterradas, olvidadas y recuperadas en la acometida de un parque
sevillano.
Valiosas por las monedas que atesoran en sus caducas entrañas, como presente
del pasado, sin uso ni mácula que lo mancille, solo dar a manos llenas porque
naciste con vocación de boca ancha de tragártelo todo y no vomitarlo, por más
que te repateen los bajos fondos.
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