Es un quebradero de
cabeza, menos gratificante que una feria, pero mucho más que un cumpleaños. Los
niños lo hacen por los regalos y los padres por la parafernalia social. Si no,
por qué tanto gasto y tanto ajetreo cuando no se siguen las reglas del juego.
Porque mientras se espera a que los niños salgan de catequesis, el café se
perfuma de critiqueos, de envidias y rencillas. No se invita al progenitor, ni
a familia enemistada, sin posible perdón por las ofensas cometidas en el
pasado, dando nulo valor a lo de poner la otra mejilla. No se ama por amar al prójimo
a menos que venga con donativo, ni se instruye en la fe, sino en la codicia que
es sacarte una celebración del bolsillo interior para festejar con los tuyos,
dando una macro fiesta en la que el homenajead@ se lo pasará de miedo,
recibiendo sobrecitos de dinero.
Nadie se libra, a
esta fiebre de mayo, ni siquiera yo, que pensé que estaba vacunada y siempre me
veo de invitada de piedra. Porque “al menos podrás venir a la celebración,
aunque sea de noche, al espectáculo final”, me repiten sin consideración a mi
aspereza natural. Creí
que era una rareza lo de invitarme a mí, que era una celebración familiar, con
abuelos, tíos y primos, pero no, porque las criaturas, hagan o no el paseíllo,
reciben invitaciones y todas las calles comerciales, hasta los comercios
chinos, siguen ya las indicaciones de vender a buen precio algo alusivo. No es que me parezca mal como
las corridas de toros que para disfrute de muchos tienen que jorobarse y morir
uno, saeteado. Simplemente alucino porque separados, divorciados y hasta
renegados de nacimiento, solo es ver las luces de la celebración ya corren a
coger número y si la criatura dice que no, le enseñan un billete de 500 euros
que es la cifra mágica inicial en que se baraja el asunto. Lástima de gente con fe,
que andarán sobaditos por la presión social, sin vistas a mejoría, porque el consumismo nos abruma y
nos da en toda la jeta, que no hay como hacer nacer una fiesta para que los comercios
se lucren, la hostelería remonte y las peluqueras hagan su agosto en primavera.
Dense
cuenta de que no son solo los regalos obvios de los invitados a la celebración
los que se adquieren, sino los trajes de los invitados, los adornos, los
abalorios, los zapatos, los obsequios que los padres dan como recuerdo y sobre
todo el condumio, que es el master de la fiesta.
Luego viene la
celebración en sí que a veces dura lo que una boda, en parcelas no urbanas, ni
consolidadas, sino apalabradas o alquiladas, hechas un amor, todas
entoldadas. También están los salones
oficiales y los contratados. Debajo de las carpas o las
lonas, los invitados se asan y cuecen al caldo de la sangría, beben y celebran
que la criatura vaya medio poseída, escanciando vida y juventud, sudorosa
perdida, del boti boti al refrigerio, de ahí a los juegos de magia y de ahí a
recibir a mas invitados poniendo la alcancía, por delante. Se
dio el caso una vez que la recaudación que pasaba de los quinientos euros solo
empezar la jornada, al final de ella, dada a la niña de blanco, se había
evaporado en parte porque jugaron con los billetitos y al parecer a alguien se
le pegó a la palma de la mano, dándose una escenita poco edificante de la madre
en busca de lo perdido. También hay trifulcas como en Navidades, porque se bebe
como si no hubiera mañana y la lengua se volatiliza y los niños catalizan el
broncazo al pelearse. Sé que suena a españolada porque lo es, porque es genuino
y usual, como una colada expuesta en un patio de vecinos. Es algo tan cercano e
inevitable, que ya no nos da ni dentera, lo más resignación y desencanto, como
la política y la crisis, que no llena ni dos párrafos.
Es lo que hay, es lo que somos, me temo que para resignada eternidad.
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