viernes, 25 de enero de 2013

CERCANÍAS


El okupa que vive al lado de mi casa, me lleva delantera cuando voy con los niños al colegio.  Será cosa de piernas, porque las suyas están delgadas y ágiles, aunque lleva una pesada bolsa, cargada hasta las trancas. Se para en el estanco de la esquina y antes de que yo llegue a la misma tienda,  ya le han despachado y  ha salido el dueño, mirando como siempre hasta el infinito y él, okupa de ojos azules vacuos por la droga,  ha deshojado la cajetilla de cigarrillos y la ha desmadejado en la acera. Ya volaron como los vencejos gritones , el vagabundo que se sentaba en los frontales del parvulario, en el mismo banco donde matronas y madres lactantes veían a sus hijos hacer capulladas en el patio, con columpios y toboganes pagados por la Junta. También lo hizo el que se ponía frente al Supersol, rubio de espalda impregnada en tatuajes de la madre más virgen de la cristiandad, haciendo flexiones y reflexiones para deleite de climatéricas señoronas, que festejaban la compra con sus provocaciones.                                                            Ya hace semanas que volaron los últimos vencejos sobre las dunas, sobre los altos pinares que un día escucharon ecos de memoria histórica en voces de poetas ocultos, porque se abrieron los cielos y cayeron las aguas, que limpiaron las calles de residuos de cansancio, de desesperanza y de otros trances , desde que murió Paco Artola y hay un idealista menos y las gaviotas graznan más y los temporales no tienen freno.                  El okupa que hay al lado de casa, tiene una vida ajetreada, coincidiendo con la mía en idas y venidas, saqueando los arcones metálicos de Cáritas o de otra ONG de esas que se dedican a recoger ropa, poniendo bien claro en el frontal de los depósitos que metan las cosas en bolsas y que las introduzcan dentro. Mi pareja, que es un lince, dice que ellos escarban y bien que es cierto que escarban, lo hace el más anciano de los miracielos, un clan que se dedicaba a la mimbrería y que ahora ha diversificado el negocio, asentando su plaza en una casa, más arriba, donde ya no hay rejas ni puertas, al menos en la segunda planta. Se dedica , en una bicicleta gastada a la que ha incorporado un rústico trasportín, al rebusco de contenedores, cosa por otro lado muy común en estos tiempos, pues el chatarrero que trabaja con el vagabundo alcoholizado , que le consigue piezas metálicas, escondiéndoselas en un arbusto del parque circundante a la carretera o ese otro que viene en un pedazo de coche símbolo de otros tiempos, buscan entre basuras que expelemos, cosas que desalojamos de nuestra vida, echándolas a los contenedores, poniéndolos hasta arriba. Abren sus pocas ganas de una patada, enganchan una ganzúa a un palo de fregona , meten medio cuerpo en el invento y los retrotraen a la vida, con sus manos de doctores locos, dejando al contenedor con la boca abierta del pasmo , pariendo metales que troquelarán por pocos y escasos euros.

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