La gente que camina al lado de su perro se tropieza con los ciclistas, que, lo que son las horas, van acelerados como si se fuera acabar su carril- bici a vuelta de turca.
Las arenas no tienen frío ni calor , porque son de sílice y de tiempo, henchidas por igual en cada uno de los granos, prisioneros éstos de entresijos de pies y plantas machaconas , que sí saben de fríos y de veranos calurosos, porque no hollan igual las mansedumbres pétreas, que los ardores vespertinos.
Aquí no hay percebes , sino lapas fugitivas que vegetan venturosas , mientras no lleguen los niños vacacionales y las apedreen para matarlas, sin comérselas -ni nada- con lo ricas que están enlabiadas y mesuradas , en la boca, salineando la lengua.
Los pies se me pierden en el horizonte y los ojos se me enarenan de estío , de ansiedad de ser otra, más marina y mas anciana, perdida , como los cuerpos de los ahogados, en voces que sólo se escuchan en ecos sombríos.
Pie a pie, grano a grano , vamos haciendo el camino, regreso a casa o ida definitiva, dolores artríticos de rodillas, que no pesan, sino que duelen, entre dunas y matorrales, y , a lo lejos, los pies en el horizonte y los ojos fijos en la arena.
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