sábado, 27 de febrero de 2021

SURFISTAS CON MASCARILLA

 



Viendo a los surfistas cabalgar las olas se nos olvida en qué tiempos vivimos. Sin embargo, a poco que inhalemos el salitre de la mar, ya nos damos cuenta de que no nos perfora los alveolos porque los llevamos tapados a la moda vejeriega.                                                                       No somos más que juguetes del destino cual protagonistas de una película catastrofista que creemos mandar en el universo para darnos cuenta entonces - cuando se nos cae el meteoro encima- de qué poco valemos.                                                                                                                                Los de la Corrala se quejan del dinero que les han pagado a cada uno por desalojar una propiedad que no era suya, adoctrinando con que lo que les han dado (5000) no da para saldar ni un año de alquiler. A esos extremos hemos llegado en este nuevo universo cómico en el que nos movemos, en el que los enfermeros caen contagiados en el cumplimiento del deber,  mientras se siguen celebrando botellones y fiestas; En que los ancianos de 80 se vacunan entre miedo e incertidumbre; En que trabajas, ahorras y te mueres para dejarlo todo pagado mientras otros entran, saquean y permutan su tiempo por unos buenísimos euros.                             La gente que trabaja no puede quejarse porque cómo están los sueldos y las precariedades,  con llegar cada día ya les vale. Luego hay que pagar impuestos para colegios, hospitales, carreteras y las jubilaciones. Los que los pagamos. Los de los cinco mil supongo que no. Porque no hay diferencia para ellos entre dinero en bruto y neto.                                           Nos hemos convertido todos en surfistas que partirnos la cara con una ola mal dada, con los niños creciendo, con la incertidumbre del mañana, sintiéndonos vejeriegos de corazón por mirarlo todo detrás de una cara tapada.                                                                                                 El corazón se me parte con las casas tapiadas, con los barrios antaño trabajadores y animados, hoy mustios y en decadencia; Con bares cerrados a cal y canto y carteles por doquier  de “se traspasa”, “se vende” o “se alquila”.                                                                                                  En cada crisis perdemos un trozo de nosotros mismos que se lo fagocita alguien sin nombre, ni apellidos. Podríamos invocar a la resiliencia y decir que aprenderemos de esto, nos haremos más fuertes y blablablá, pero lo cierto es que caemos por nuestro peso ante la balanza de Anubis sin que venga jamás Osiris a darnos una segunda tirada.                                           Pasará esta crisis y no seremos más que secundarios en una película catastrofista con la cara ladeada al modo egipcio, sin perspectivas, ni tridimensiones, sino “esto, aquí y ahora”.

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