María José mató a su
madre asfixiándola. La descubrieron los de la Comisión Judicial cuando iban a
practicar un desahucio. Llamaron al cerrajero que se encontró con la anciana
muerta. Estaba acompañada por dos perritas que serán ajusticiadas sin culpa
como pasa siempre con los animales a los que dejaron sus dueños humanos. La hija ha confesado que le puso una almohada
en la cara, aunque no quería matarla, solo callarla porque estaban discutiendo
por el desahucio. Tras hacerlo huyó, escribiendo antes una carta que los que la
encontraron pensaron que era de suicidio. En la misiva daba instrucciones para
que llevaran al párroco de Narón una foto de sus antepasados y para que
cuidaran a las dos perritas. También explicó que no había perdón por lo que había
hecho, por lo que pensaba echarse al mar. Sin embargo, al tiempo, se ha
entregado en una Comisaría de Málaga, sin mal alguno, ni daño aparente. No
tragó Atlántico, ni tampoco Mediterráneo, aunque sí viajó sus buenos kilómetros
en un autobús de esos en los que compartes espacio vital con gente anodina y
extraña que te reduce a la cosificación más brutal, dándote por primera vez
sosiego en tu vida. Los vecinos
de la finca se han puesto a fabular tras el suceso, porque madre e hija eran
muy diferentes. La primera activa y sociable, frente a su hija esquiva y reservada.
María José dejó atrás los comentarios de los vecinos mientras las ruedas del
bus giraban. También a su madre, las perritas, las fotos de los antepasados y
todo lo que hasta aquel momento había sido su vida. Lo desdeñó sin culpa como
lo hacemos con la negrura del cabello, las redondeces infantiles, la ansiedad
por encontrar quien nos quiera o con la arena que acumulan las suelas de los
zapatos sin que importen a nadie. Nos comprimimos en nosotros mismos. Nos
hacemos punto sin retorno hasta que un día todo cobra sentido porque ya nada lo
tiene, ni la voz de tu madre, ni tu fracaso, ni las pastillas , ni el mar de Narón
que nunca tuvo más que calles grises, tejadas por un cielo zozobrante de
tristeza y opacidad. María José no quiso matar a su madre sino acabar con su rutina,
huir del desahucio de su existencia y hundirse en el mar de Narón que no es
sino de asfalto, de piedras estafadas de vida por la indiferencia, el hastío y
la desgana. Las
perritas no sentirán más esa mano que las acariciaba, ni María José la voz ahuecada
de su madre recordándole quién es. Las presas le dirán en qué se ha convertido,
carne de presidio, de aflicción y soledad ya eterna, porque a nadie tiene. Casa
de Bernarda Alba sin sombra masculina, todo el destino convergiendo en la
fatalidad de esa cerradura que se gira para encontrar a una difunta de película
en blanco y negro, amarrada a una manta con dos perritas escoltándola hasta la
última parada.
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