Lo que no ves no existe
en tu mente porque somos especie escéptica. Lo que no te llega a la médula no
te duele porque somos carne de oveja bien dispuesta para el matadero. Creemos
en los eslóganes que nos inculcan en los anuncios por palabras más que en las
enseñanzas igualitarias. Ana
Orantes nos conmovió porque nos abrió los ojos a machetadas y nos llegó al tuétano
con sus palabras. Nos dolieron sus palizas en carne propia, narradas en voz
impersonal de locutora de radio avezada en faenas irrealizables. Porque era
imposible llegar hasta allí y salvarse.
Supongo
que lo sabía porque su mirada tenía la profundidad de los que van al cadalso. Y
sin embargo no vaciló ni en el relato de los hechos, ni en la postura, ni
siquiera en esa voz que nos desgranaba los sucesos como si fueran ristras de
ajo que un vampiro llevara colgadas al cuello. Murió abrasada en el 97
visibilizando los malos tratos de tal modo que abrió en canal la permisividad
patriarcal que muchos hombres tenían al construirse un régimen dictatorial con
el que gobernaban su casa. Luego de ella- de su asesinato por contar la verdad-
ha habido muchas que han caído como las estrellas fugaces sobre la faz de la Tierra.
Muchas como ella luchadoras por su identidad de género , su independencia y
libertad. Fue tan grande está mujer que bien que merecería un cielo donde los
maltratadores fueran condenados a galeras de educaciones a paladas para nunca tocar
a una mujer que solo los cuidaba, los mimaba y los temía a fuerza de diarias palizas y
mamonadas imprevistas. Como
el destello de una bala nos parió por segunda vez en nuestra vida, porque su
testimonio nos hizo darnos cuenta de lo que éramos y de lo difícil que nos iba
a ser seguir en el empeño de buscar nuestro sitio en este planeta. No creo que Ana
se sintiera lo revolucionaria que era, lo valiente y libre que era. Porque quién de nosotras abriría la boca para contar
algo que sabe que tiene pena de muerte asegurada. Quién aguantaría un solo año-
cuando ella pasó cuarenta con miedo en las carnes- para luego quitárselo de
golpe, pisar fuerte y reclamar lo que siempre había ido suyo…la integridad, la libertad de pensar, de actuar , de vivir
como una quiera. A las de mi generación nos educaron para obedecer y callar,
para no hacernos preguntas y para confiar en los mayores con género masculino y
plural. “Las mujeres en la cama y la cocina” no era un eslogan sino un credo,
pero nunca lo tuvimos tan claro como cuando ella lo dijo a la cámara -sin odio ,
ni temor -sino con conciencia de que estaba partiendo cadenas que nunca se
podrían volver a soldar sobre su cuello. Hemos andado mucho, casi a ciegas,
dándonos codazos entre nosotras y atándoles las manos a algunos a base de jurisprudencia,
sentencias y prisiones. También ha habido suicidios tras los asesinatos y
muchas hermanas caídas, demasiadas. Aún seguimos aquí luchando por algo tan
esencial como que no te maten, que no te peguen o que lleguen a considerarte
persona- no un bulto o una ignorante sin derecho a hablar ni a pensar -como
denunció Ana Orantes ante Irma Soriano. A todas nos marcó su testimonio,
supongo que a Irma más que a nadie porque la sintió vibrar a dos metros de distancia.
Nunca será una más, porque abrió camino para que no caiga ninguna en el abismo
que el maltrato genera. Nunca ninguna debe ser una más , porque sin cada una de
ellas somos mucho menos. Menos persona, menos corazón, menos fortaleza. Hay que
dar la cara para que ellos vean la cruz, abrir los ojos a destelladas de balas
dirigidas a la opinión pública, a las fuerza de seguridad, a los medios de
prensa. Hay que batallar porque sigue ocurriendo, porque la educación no lo es
en igualdad y hay jóvenes promesas que rompen el ruedo con vítores de machadas
retransmitidas. Hay que visibilizar- educar, denunciar, proteger, asesorar-
porque lo que no ves no existe y lo que no te llega a la médula no te duele en
el alma.
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