Los indigentes de la Plaza de las Tortugas
tienen arraigo. También los de Canalejas o los de los bajos del Balneario la
Palma o la Zona Franca. Si no lo creen, miren prensa antigua y vean los que
allí han caído. Como pétalos de rosa se van deshojando para devenir en el mismo
olvido que disfrutaron en vida.
Los voluntarios se afanan- esos sí- por darles algo que esta sociedad de
acampada les niega como es compañía, entendimiento o igualdad.
Nacemos con un digital en la mano. Compramos nuestra alma a plazos de
publicidad engañosa. No pensamos en nada, ni leemos más que la esquela que
trasiega en el vientre de la Canina porque nos sabemos mortales. Por
eso mismo todo es evaluable, descifrable y cambiable como la hoja de papel -
ahora toallita húmeda- del váter, incluidos nosotros mismos. Los
indigentes – en cambio-ven la vida como trasiego de pisadas, con charlas
inmemoriales y adicciones que les secan las yugulares condenándoles a ese desarraigo
tan arraigado a la médula de sus huesos. En
todos los pueblos y ciudades hay sin que se vean. En el Puerto tenemos una
bella mujer de menos años que los míos con roja cabellera esmerilada por el
viento. Trasiega sus pasos junto a los míos casi a diario, porque operamos en las
mismas latitudes solo que yo libero mis desechos en los contenedores apropiados
y ella hace acopio de vida en ellos. Pasea entaconada y alegre, como Barbie
algo estrambótica, siempre chacota presta para gamberros redivivos, con mangos
de fregona sin mocha, cajas de cartón acumuladas bajo la axila y bolsones
enormes que una vez tuvieron vida estable y ahora atrapan sueños
incontestables. Uno
de mis hijos mayores me dijo una vez, notando la mezcla de tristeza y cariño
que genera en mí, que una vez tuvo padres poderosos que la llevaron a la sanación
que suponían para ella estar recluida en algún centro muy caro. Pero escapó por
la puerta de salida un día de levante acanalado con la Puntilla de gala y las
gaviotas graznando un “Aleluya”. Desde entonces va de free press entrevistando
a semáforos y cirros, sabiendo mejor que nadie qué día va a hacer o si la noche
será castradora de huesos . En algún momento caerá como
caen ellos de un soplido del cielo, obligados a sentir – por última vez- la
atracción mortífera de la Tierra que nunca fue más que madrastra . Hijos
desaliñados de la Luna que les platea el alma a raudales, acogiéndolos cuando
ya no les cabe ni más ánimo, ni más vida, ni más camino que trotar. Las Administraciones
les brindan albergues donde intentan que
el libertinaje -que les dio la soledad y el abandono- se despegue de su piel a
base de baños y ropa limpia para devolverles la autoestima que les robaron las
adicciones y las enfermedades. No los vemos aunque
los tenemos ante nuestra pestañas porque no queremos verlos . Nunca los vieron
los que se bajaron de esos enormes transatlánticos mientras paseaban con las pulsera
celestiales sin echar una simple mirada a quién le tendía una mano por si
soltaba una propinilla. Agarrados
a mantas raídas, a unos perrillos amaestrados en el arte de pasar inadvertidos-
para que un local no quiera sacar la libreta y llevárselos a una perrera-
porque son maestros en el arte de fabular una vida que lo mismo es más libre
que ninguna…Sin horarios, sin treguas para poderse fumar un pitillo que mata a
ratos lentos, sin conclusiones ni juicios rápidos, solo aliento de mar y
cambiar la intendencia cada vez que les limpian- los de Asuntos Sociales- el
improvisado campamento. Luego un día cercano- sin llegar a cumplir los
cincuenta -caerán fulminados por rayos invisibles que los conducirán al
interior de un saco negro aséptico . Más
tarde llegará la prensa para inmortalizarlos haciéndolos noticia de segunda
clase en algún hueco que se ensamble en la edición matinal.
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