lunes, 20 de marzo de 2017

MÁS LIBROS, POR FAVOR

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Han condenado a un hombre por robar libros de una biblioteca. No los leía- aunque hubiera sido hermoso-sino que los vendía a un anticuario, que a su vez los revendía. Podría ser una historia digna de una película si los libros no fueran antiguos y valiosos como una vasija romana desvencijada o unas cartas de navegación de Colón. Porque, díganme, qué valor le damos a los libros. Se lo contestó, prácticamente ninguno. Los libros de nuestros hijos, para el colegio, son poco menos que utilidades de curso presente, olvidaditos en cuanto los protagonistas cárnicos sobrepasan el umbral de junio. Colocaditos en las mochilas, trasladados a diario y volcados en las mesas de estudio, ojeados con desidia, temor o incluso odio, por pequeñas manos que se van agrandando sin que nos demos cuenta, pasando hojas y más hojas de su vida y de la nuestra. Qué vida llevaban estos incunables que sustrajeron y apalabraron un vendedor ambulante -que trasmutó las funciones de limpieza con su mujer para afanarse un rato , pasando la mopa por lomos ancestrales para ver un valor añadido , no en la cultura que representaban , sino en su provecho monetario- y un anticuario que lo conocía del mercadillo y que -aunque negó la implicación en el suceso, pretextando que los creía  libres como el viento - por su especialización y entendimiento, los veía igualmente como moneda de cambio. Pero pobres libros, créanme, condenados a solo ser atendidos por gente muy culta o por buscadores de tesis doctorales maravillosas o la señora de la limpieza que los vería con la frustración que da tener que hacer todos los días lo mismo. Quizás estos libros hayan vivido una gran aventura , porque , imagínense lo que debe ser una vida estática y aburrida en las estanterías de una biblioteca, solo esperando que algo cambie y un día un señor te coge, te lleva metido entre su ropa y te saca de allí para embarcarte en algo que no sabes bien qué es. Luego pasas a otras manos, como el alcohol prohibido de la ley seca y de ahí a otras que quizás te veneran porque eres cultura viva y formas parte de la Historia. En la sentencia ha dicho el Juez que el Ayuntamiento puso pocas medidas de seguridad para tanta cultura contenida en esos libros, solo pegatinas de alarma que se activan cuando los libros son sacados fuera del arco de seguridad de la sala que los contiene. Medidas que en el caso que nos ocupa no se pudieron en marcha porque solo se activan después de abrirse la biblioteca y el señor condenado los sacaba antes de que se diera este hecho, gracias a sus funciones de limpieza.                                                                                                                           Los libros son chicle de mercadillo que se nos pega a las suelas. Celulosa mojada por las goteras, las inclemencias y sobre todo la dejadez de no pensar que son cultura esencial, e indispensables para la supervivencia, como el comer o el respirar. Éstos han tenido suerte porque irrumpieron en la Historia y se valieron de ella para prosperar, pero qué me dicen de los pobres libros que nadie leyó, olvidados y apilados al lado del plasma, regalados a la abuela por Navidades porque no te partes la cabeza para pensar que lo que le apetece es una toquilla rosa como la de la Señorita Marple para echársela por la cabeza antes de ir a dormir. No nos importa casi nada, menos los libros, que nos dan la vida sin pedirnos contraprestaciones, como mucho que les pasemos las hojas o que no les arrumbemos o los tiremos al contenedor. Yo soy mucho de regalarlos, una vez leídos. Me gusta compartirlos y que rulen como la existencia, de mano en mano, hasta gastarse y quedársenos su tinta en la piel impresa, en los tuétanos, en las imágenes que nos hacen nacer en el cerebro, en el regusto que se te hinca en los dientes, en el paladar, en las encías cuando algo es bueno. La lectura no embota ni intoxica, no engaña, no perjudica y es gratis si sales buscar en dispensarios y hospitales donde se reciclan los libros. También los hay en mercadillos, rescatados de los contenedores, regalados por los que los apilan en estanterías. Benditos libros por explorar, dadores de tantas horas buenas de compañía, sin críticas ni malos rollos, como amigos, solos tú y el libro.

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