El tiempo está nublado.
La Navidad se acerca y aún no nos hemos quitado la caspa del Halloween pasado.
Los contenedores ardieron porque unos -pequeños o grandes- capullos iban
armados con líquidos inflamables que arrojar en basuras expectantes. Arde la poca
vergüenza y la falta de educación. Arde el no abonar multas acojonantes que
paguen sus señores padres y madres, tan tranquilos en el sofá de su casa sin
saber qué hacen los vástagos que procrearon.
Los destrozos son de todos, eso ni lo duden porque nos van a cargar los
impuestos a todos, menos a ellos que no se ocupan de las idioteces que hacen
sus hijos. Esa es
la letanía normal de esta sociedad, porque se preocupan muchísimo por los
partidos, por los cotilleos a pie de entrada del colegio, pero solo es irse los
niños al instituto y ya se despelotan solitos, como si estuvieran ya formados
por completo.
Una vez las niñas inoculadas con el virus de Papiloma ya están libres de
pecado y comienza el estrechamiento de camisetas, el salir con pavos de tres al
cuarto y el acortar pantalones para que parezcan bragas de sex shop. Hasta las comuniones hay carta de tregua,
bula para padres y madres en apuros y ansiedades diversas, que el paro y la
rutina hacen que muchas pre-otoñales desvanezcan y se aburran y haga de la vida
social de los vástagos una prolongación de la suya. Luego solo cruzar las puertas de los
institutos, desisten por arte de magia y las fierecillas campan a su aire
haciendo arden contenedores, tirando piedras a tejados ajenos y dándose a los
porros, las cachimbas y otros estropicios varios. Es
entonces cuando esos padres tan preocupados que jorobaban a los maestros por
cualquier ridiculez a la entrada del colegio, se disuelven por inoperancia y
dan marchas atrás, justo cuando más se les necesitaba. Nunca
sabré exactamente por qué, ni a qué otra cosa se dedican que sea más importante
que la educación de sus hijos. Lo que sí sé es que los adolescentes parecen el
mistol con la silicona, convergiendo en líquido acuoso masticable por la vida
que goza con estas tragedias cotidianas. Es lástima verlos perdiéndose en
lodazales para nada, sin que los padres y madres que los parieron estén más que
peripatéticos y difusos. Ardieron los contenedores porque alguien les prendió
fuego. Alguien con poco seso y mucha gasolina. Alguien que pensó que eso era
tan divertido como hacer pellas para liar un canutito en el parque de enfrente
al instituto. Como pasar de entrar para abrazarte en mitad de dos cipreses,
dándote por entero a las ocho de la mañana justo cuando los demás sufridores
hacen el examen de naturales. Luego la vida se impone y esperamos haciendo
vulgaridades a que los niños vayan a preescolar y que brillen en las fiestas de
Navidades, en las fotos de fin de curso, en la orla inmaculada. Molestamos a
los maestros en la puerta de entrada y deformamos la verdad para tejerla a
nuestro cauce.
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