Me tiene quemada la
muerte de una niña de doce años por coma etílico. Me dura lo que los cabreos a
ritmo de menopausia, ya ven que ha pasado el tiempo y aún sigo con la carne
metida en la encía. No
quiero hacer mella en el dolor de unos padres que ya saben que aún velo a mi
Sombra, pero ahora me entero de que los municipales si pillan a un menor
bebiendo mandan una carta a los padres. No
gusto de hacer fango del dolor, pero cómo es posible que no sepan lo que hacen
sus hijos, cómo que hagan oídos sordos a que están bebiendo. Porque entiendo
que les tienes que dar libertad y a veces hasta carta banca a cosas que no te
gustan como comprarles un móvil o verlos chatear sin saber muy bien con quién hablan.
Es para que
socialicen, porque si no se convierten en monstruitos deleznables para el resto
de la clase y empiezan las fiestas de los acosos. Hay
que estar a tono con los demás -puedo entenderlo- así que los críos se beben
dos copas. Me
cuesta, no se crean porque soy abstemia de vocación, pero bueno me puedo poner
en el jaque mate cuando sé que está peor visto que no se beba, a que seas un
corrupto. Este es un país de pandereta y mantilla -no se me olviden- y las
fiestas van regadas. Es
fácil ver a padres chateando con la cerveza y pasándosela a los hijos aún menores
como si fuera una gracia. También bautizarlos en coñac cuando aún no tienen
sombra en el bigotillo o bendecirlo como remedio para dolores menstruales.
El anisete y el cava visten mucho para los amoríos y las tardes de
otoño, con vestales de todas las edades en torno a una mesa cubierta de
ganchillo. La
sangría es la sangre en vena de esta tierra y el calimocho y otras variedades
la salida para festejar de los bolsillos de Carpanta.
A los rosquillos de azúcar- junto con la
canela y la cáscara de limón- se les perfumaba con unos cuartillos de Anís del
mono, al mismo ritmo que a la dueña se le aclaraba el gaznate con unos vasitos.
En
todas las casas de medio poderío había un bar cutrecillo lleno de toda clase de
bebidas y un crío que conocí al que operaron el corazón y nunca podría beber,
coleccionaba botellitas como si fueran reliquias.
Espiritosa euforia que lo mismo un madurito elegante ve como educación y
clase, tomándoselo a gustito con aperitivos y charla, pero que en baluartes y
bancales pasa a ser amalgama de podredumbre líquida, lista para emborracharte a
solo dos buches. Consiste
la hazaña en beber más en menos tiempo, no en saborear, ni en relacionarte.
Consiste en matarte porque eres idiota y tienes la mente de un garbanzo y llegó
una carta a tus padres que decía que lo hacías y nueve de cada diez
progenitores ni hacen caso. Pero persistes porque no estás formado, porque te
crees lo que te dicen, porque eres más chulo que Curro Jiménez y además vas
rodeado de otros tantos idiotas que encima te corean mientras te das un triple
trago. Lo malo, la mortandad de neuronas, de ilusiones fallidas, de caminos por
hacer a dos pasos que se quedarán en la taza del wáter vomitados. Y esos serán
los suertudos, los que continúen con sus vidas , acordándose encima de esta
época como muy grande, asombrándose en las postrimerías de su vida de cómo no
acabaron peor todavía. Los otros como la de los doce años, acabarán en
urgencias, en la camilla de una ambulancia del 061 o transportada como mercancía
rota en un carrito de supermercado. Muerta sin terminar secundaria, sin sentir
la calidez de un beso enamorado, los piececitos de un crio recién nacido que te
acaban de sacar del alma, de un trabajo ganado, de un esfuerzo recompensado.
Celebraciones esas tan maravillosas en las que no hace falta el alcohol porque
estás plena, tan llena de vida que solo con la adrenalina ya te vale.
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