domingo, 13 de noviembre de 2016

LA CARTA

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Me tiene quemada la muerte de una niña de doce años por coma etílico. Me dura lo que los cabreos a ritmo de menopausia, ya ven que ha pasado el tiempo y aún sigo con la carne metida en la encía.                                                                                                           No quiero hacer mella en el dolor de unos padres que ya saben que aún velo a mi Sombra, pero ahora me entero de que los municipales si pillan a un menor bebiendo mandan una carta a los padres.                                                                                              No gusto de hacer fango del dolor, pero cómo es posible que no sepan lo que hacen sus hijos, cómo que hagan oídos sordos a que están bebiendo. Porque entiendo que les tienes que dar libertad y a veces hasta carta banca a cosas que no te gustan como comprarles un móvil o verlos chatear sin saber muy bien con quién hablan.                               Es para que socialicen, porque si no se convierten en monstruitos deleznables para el resto de la clase y empiezan las fiestas de los acosos.                                                             Hay que estar a tono con los demás -puedo entenderlo- así que los críos se beben dos copas.                                                                                                                                              Me cuesta, no se crean porque soy abstemia de vocación, pero bueno me puedo poner en el jaque mate cuando sé que está peor visto que no se beba, a que seas un corrupto. Este es un país de pandereta y mantilla -no se me olviden- y las fiestas van regadas.                     Es fácil ver a padres chateando con la cerveza y pasándosela a los hijos aún menores como si fuera una gracia. También bautizarlos en coñac cuando aún no tienen sombra en el bigotillo o bendecirlo como remedio para dolores menstruales.                                                                           El anisete y el cava visten mucho para los amoríos y las tardes de otoño, con vestales de todas las edades en torno a una mesa cubierta de ganchillo.                                                         La sangría es la sangre en vena de esta tierra y el calimocho y otras variedades la salida para festejar de los bolsillos de Carpanta.                                                                            A los rosquillos de azúcar- junto con la canela y la cáscara de limón- se les perfumaba con unos cuartillos de Anís del mono, al mismo ritmo que a la dueña se le aclaraba el gaznate con unos vasitos.                                                                                                           En todas las casas de medio poderío había un bar cutrecillo lleno de toda clase de bebidas y un crío que conocí al que operaron el corazón y nunca podría beber, coleccionaba botellitas como si fueran reliquias.                                                                    Espiritosa euforia que lo mismo un madurito elegante ve como educación y clase, tomándoselo a gustito con aperitivos y charla, pero que en baluartes y bancales pasa a ser amalgama de podredumbre líquida, lista para emborracharte a solo dos buches.                                                                                                                         Consiste la hazaña en beber más en menos tiempo, no en saborear, ni en relacionarte. Consiste en matarte porque eres idiota y tienes la mente de un garbanzo y llegó una carta a tus padres que decía que lo hacías y nueve de cada diez progenitores ni hacen caso. Pero persistes porque no estás formado, porque te crees lo que te dicen, porque eres más chulo que Curro Jiménez y además vas rodeado de otros tantos idiotas que encima te corean mientras te das un triple trago. Lo malo, la mortandad de neuronas, de ilusiones fallidas, de caminos por hacer a dos pasos que se quedarán en la taza del wáter vomitados. Y esos serán los suertudos, los que continúen con sus vidas , acordándose encima de esta época como muy grande, asombrándose en las postrimerías de su vida de cómo no acabaron peor todavía. Los otros como la de los doce años, acabarán en urgencias, en la camilla de una ambulancia del 061 o transportada como mercancía rota en un carrito de supermercado. Muerta sin terminar secundaria, sin sentir la calidez de un beso enamorado, los piececitos de un crio recién nacido que te acaban de sacar del alma, de un trabajo ganado, de un esfuerzo recompensado. Celebraciones esas tan maravillosas en las que no hace falta el alcohol porque estás plena, tan llena de vida que solo con la adrenalina ya te vale.

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