A las cinco de la tarde
en el Juncal, la vida se minimiza. Vanessa aún no ha abierto la peluquería,
porque los idus de marzo no usan bucles y las comuniones y bodas, aún no se han
percatado de su presencia.
Hay
personal, pero se camufla, tras las gusanas del comercio de pesca, tras las
chucherías de la tienda de golosinas.
Es un
barrio que trabaja a pesar del paro y que visto desde la periferia,
prospera. " La
oficina", da esquinazo, a esas cuatro esquinas formadas por Juanjo el
podólogo, la tienda nueva de los chinos, y la frutería.
Allí están dos vejetes hablando por hablar con el camarero, más cansado
que una retórica latina. De la pareja, la mujer, luce un pelo tan gris que
parece mata de gato persa, conjuntado con unas botitas de mínimo pie, que
brincan con destreza.
-¡¡Del armario, del armario!!- decía entre grititos gozosos- ...del
armario , digo yo que he salido.
Perfumaban los gaznates con riojas fríos que el danzante de los pasos
cansados , escanciaba en copas levantadas. Una tras otra, hasta que se explicó,
cuando se fue el galán de pelo muy blanco hasta el excusado, diciendo:
- Dije yo una vez que había salido del armario, con más de cuarenta a
mis espaldas y me preguntaron...Señora , ¿es que a usted le gustan las
mujeres?. -Y no- se jaleaba a ella misma, con saltitos y palmadas- que me
gustan mucho los hombres, es que me liberé por completo y fui con quien me
gustaba. Luego
siguió la tarde balanceándose por las barajas cerradas de la tienda de
baloncesto, por las de la antigua carnicería de Rosa, por la peluquería de
cartel de tío imponente con tatuaje en el cuello, hasta hacerse entera, tras el
cristal donde Vanessa ya cortaba greñas y Rocío lavaba cabezas. David,
circunspecto, vendía plátanos de
Canarias que habían pasado por el glaciar de los camiones frigoríficos, verdes
como la rana Gustavo, mientras dos madres desencantadas de la vida, tomaban un
café en el nuevo Bar que se abre entre las piernas de una tienda de ropa
personalizada y una bollería.
El
café no sabe amargo en " la oficina" porque se endulza con compañía,
con riojas estampados en caras blancas de rostros alegres, disolutos en la
memoria de un mañana que será mejor que un ayer , en que nos estafaron el
alma.
El Juncal se transmuta, a media tarde, con las persianas corridas. Se
viste de gorriones amarronados, de clanes familiares jugadores de petancas, de
mujeres hartas de niños y de niñas aún no desarrolladas que ya claman en arameo
, usando las ordinarieces como lenguaje cotidiano.
Los aretes presiden los moños, el chándal es territorio comanche y las
zapatillas de casa , un ajuar heredado del mercadillo de los martes.
Es un trasiego de coches en poco más que dos bocacalles, con mucha gente
, singulares y cotidianos, conocidos de
toda la vida o inmigrados, tutelados por la casualidad y los devaneos.
Como ellos, que no se comieron a besos, a barra servida, sino a riojas,
a tapas deglutidas entre suspiros de una tarde que no sabía a café ni a
tostadas sino a presencia humana, a resortes que nos detraen a lo antiguo , a
lo primitivo del ser humano que es ese hermanaje, esa cercanía que va más allá
de edades o ciclos reproductivos.
Ella brincaba contenta entre vapores lumbares con su Don Juan al lado,
cervatado por la próstata y los recuerdos, con el pelo largo de artista revenido,
sin obra compuesta. Él se sentaba de medio lado en una banqueta alta y la
miraba, con ojos resabiados, cuellifinos. El de "la oficina"
solo rezaba a la buena suerte que es compartir espacio vital con tres bares más
, algunos hasta pareados, de terraza contigua; Una bollería, una panadería ,
dos tiendas de chinos y dos de chucherías.
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