Hay cosas que se nos
escapan, aunque no queramos, recuerdos suculentos en nuestra memoria, que se
pierden en el tiempo, para luego, reverdecer
y mostrarse en plenitud solo un instante. Yo
en ocasiones veo muertos, veo muertos andando por las calles, tomando cafés y
viendo la televisión a mi lado. No son muertos de cerrar los ojos y de morirse,
son muertos de mortandad huérfana de ilusiones, de chonismo en zapatillas y
mente. A los quince era más
fácil vivir, mas fácil renegar cuando tus amigas tenían novio antes que tú o
incluso a los veinte, cuando las primeras se casaban y tú aún estudiabas y cambiabas
de amor como de sostén, porque te crecía el alma, porque nunca, hasta parir ,
le acompañaron los pechos. Las
amigas van ligadas a una página concreta de calendario, van ligadas a los
consejos de la señorita Pepis que nos metían en la radio, que no escuchábamos con
vocación obtusa, porque jugábamos en la arena de la playa y “simplemente María”
no era un folletín en el que lloraban nuestra madres , sino una petardada que
no entendíamos. Hay una generación que
se está quedando en la calle con cincuenta tacos, una generación que no tiene
adónde virar porque el barco está sin remos, sin gasolina para el motor y con
el fondo de madera haciendo aguas. Esas
niñas que vestían el uniforme azul, con zapatos gorilas, que iban a escuchar misa
y clases de religión, para no hacer matemáticas o ciencias naturales, que
cosían agujereándose los dedos y que dieron besos de papel a los poster
colgados de la pared , de regalo dentro
del vientre novedoso de una revista de pop, ahora son señoreadas matronas que
se reúnen y toman un café y le echan ovarios a la vida. El estado social
no importa, tampoco las cuentas bancarias, ni la situación laboral, solo
importa que siguen vivas, porque la mortandad de almas se recoge en casa y se
deja viendo la televisión o en mitad del pasillo, aguardando su regreso,
penitenciando por los rincones, haciendo crecer el polvo estático y repartiendo
penas y debilidades , entre la lavadora y la almohada.
Hay cosas que se nos escapan aunque no queramos, trabajos que se van en
fuga, contratos que se acaban, hijas en la universidad y cuerpos esbeltos que
se desmadejaron en los ochenta, perdiendo elasticidad y acumulando paciencia. Mis
amigas de páginas de calendario, de fotos de fin de curso, de consejos
revenidos de la señorita Pepis andan sin trabajo, matronas aprobadas por la
vida, madres de hijas espabiladas, hijas de madres ya difuntas, que sembraron en
ellas prejuicios de épocas pasadas y ansias de volar hasta sin alas. Se
pierden en el tiempo los crujidos de los nuevos uniformes de las carmelitas, lo
rasposo de su tacto contra la suave piel de niñas que se hacían mocitas, que
despuntaban pezones e ideas, de vellosidades hirsutas de besos prohibidos y
caricias , que, al ser pecado , eran aún más deseadas y temidas. Se
muestran ahora , pasados los años, en plenitud de esplendor, sorbedoras de cafés
en el “don pan” de la Avenida, al módico precio de unas risas con hijos
fugados, maridos dejados o vueltos a recoger
, ante la pantalla de un televisor o en la puerta de al lado. Matronas
polvorientas que nos usaron y usamos , que el tiempo enlustró nuestros lomos y
abrió nuestras páginas , para que nos leyeran, tomos perdidos en alguna
biblioteca que nos usó y olvidó devolvernos, etiquetadas por años, días y
meses, por nombres y apellidos y aún así combativas con la vida que nos tocó
vivir, presumidas de nuestro pasado y deseosas de nuestro futuro, con manos en
llamas para pedir por nuestros hijos, madres a la fuga de prohibiciones. En
ocasiones veo muertos, mirlos lejanos que confían en una matrona , desvaída
caminante a la que cercan a menos de un metro, mirlos soñados, mirlos eternos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario