Un ex general de las guerras sanguinarias de
Bosnia y Croacia se hizo el matarile a plena cámara. No es más que otro
episodio de “Gran Hermano” retransmitido. Los nuevos tiempos que llevan a robar
un móvil tras una agresión sexual para que no sea prueba de juicio, ni
rescatador universal.
Nos hemos hecho a convivir con la tecnología de tal forma que se ha
convertido en nuestra charla durante el café de media mañana, que ahora hacemos
solos pegados a un móvil muy sofisticado.
Reciclamos
sentimientos de otros haciéndolos nuestros, nos vemos en sus pupilas o nos
asqueamos a nivel global porque la individualidad está demasiado cotizada como
para poder pagarla en este mar de pixeles transferidos. Si
llegara un apocalipsis mundial lo contaríamos devanándonos los sesos, no por
salvarnos sino por ser los que recabaran más “me gusta”. Hemos
llegado a dejar la privacidad en la papelera virtual en la que vaciamos los
anuncios que no nos gustan o esa gente tan antigua que no se mueve por las
redes como pez por conexiones afines. Compartimos
la salud y la enfermedad con gente que no conocemos de nada hasta que las ganas
nos aguanten o los seguidores nos pateen las nalgas, aburridos – como lo
estamos la mayoría ya- de las chorradas caducas de “Gran hermano” u otros
realitys que antes nos hacían parecer un poco menos desastrosa nuestra
vida.
Las Kardashian o las Campos nos llamaron a la vocación de sabernos gente
del montón, normalitos no más para hacernos un puré de cotidianeidad que nos
lleve a sobrevivir un día más entre tantas obligaciones mal pagadas y
digeridas. Somos currelantes de días
vividos, de normalidad a raudales pero- como espermatozoides cabalgadores de
primeros puestos- nuestro gen dominante nos lleva a querer hacer grandes cosas
que solo en la red están permitidas. Qué sería de nosotros si nadie lo supiera,
para qué valdría estarse una hora cansina en la peluquería sufriendo con las
jodidas extensiones si nadie nos regala un ” me gusta” o conecta un comentario
halagador o divertido para tanto esfuerzo. Ya se lo digo yo… nada. Porque vivimos en una pecera
de emociones que nos controlan hormonándonos, no a hacer grande logros ni a
darnos a los demás, ni a culminar grandes causas que engrandezcan la humanidad
sino a meternos canela por la nariz- al modo decimonónico- para estornudar
mocos supersónicos haciendo reír a medio planeta. Podríamos ser
patéticos pero solo somos simiescos sin planeta que recorrer a caballo sino con
las botas mohosas puestas de guerreros que ennegrecieron su fama como el que se
metió veneno a bocanadas para no acatar la sentencia condenatoria , ni
muerto.
Tenemos pocas agallas- que diría mi tía María- porque los jornaleros que
se partían las espaldas por cuatro reales, los españoles que emigraban para
buscar sosiego para sus familias se han plegado sobre si mismos en cámaras
digitales con memoria de disco. Ya nada es real, ni siquiera estas líneas.
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