A mí me enseñaron una
ecografía, antes de hacerme un legrado, para que viera que el embrión estaba
muerto. No puedo describir el dolor que me causó la certeza de que no lo
conseguiría, ese ser que venía tan a destiempo,
tanto, que se me escaparon lágrimas de desesperación, contestadas por
una auxiliar que dijo, que ya tenía demasiados hijos. Los demás no pueden ponernos
mallas de cotas , los demás no pueden ponerse en nuestra piel y obligarnos a
tomar una decisión que supondrá cambiar toda nuestra vida. Al menos, no
deberían.
Sacar una ecografía
antes de practicar un aborto, no llevará más que dolor a unas cabezas ya
machacadas por una decisión, que aunque a algunos le parezca fácil e
instantánea, nunca lo es. Las mujeres tenemos muchas cosas en la cabeza,
demasiadas para encefalogramas planos, demasiadas, la mayoría de las veces , para
entendernos a nosotras mismas. Cuando
yo supe que estaba embarazada, después de haber parido a mis dos últimos hijos,
no puedo decir que flotara de la emoción y mucho menos teniendo en cuenta que
el último embarazo ya había sido de alto riesgo. Tenía miedo, demasiado miedo,
de que no soportara el embarazo y muriera, de que todo fuera mal y la criatura
saliera de aquella manera, no, fíjense, por mi pareja o por mí, que también,
sino sobre todo porque la responsabilidad de cuidar a un ser , que no pude
cuidarse a sí mismo, degenera en la responsabilidad de unos hermanos que no la
han aceptado, porque no tienen- por su menor edad- capacidad para ello. Estábamos
confusos, estábamos perdidos y el tiempo se nos deshacía en las manos. Pensamos
en muchas soluciones, pero todas eran malas, hasta que empecé a perderlo, de
forma natural. Y ahí empezó, el dolor, porque la conciencia no te deja, el “podría
haberme cuidado más” o incluso el “estás contenta, porque se vaya”. Pero cuando
me enseñaron la ecografía, con la burbuja, antes pujante, aún cuando mi útero
se deshacía en sangre, ahora mermada y desinflada, creí que el pecho se me
desinflaba a mí también, porque el aire no me llegaba. “Pero sí ya tienes
muchos hijos”, me dijo una voz ahuecada, mientras yo lloraba. Nunca dije nada ,
porque en los tiempos que pasó se decidía sobre el aborto como ahora, y yo, una defensora de que las mujeres hagamos con
nuestro cuerpo solo lo que podamos asumir, estaba postrada en una cama de
hospital , viendo amanecer un día en que mi vientre se libraba de una carga que
la naturaleza no podía sobrellevar, destrozada por dentro. Muchos fueron, en ese
tiempo, y muy de derechas y muy creyentes , los que me dijeron , en petit
comité, que era lo mejor que me podía haber pasado. Muchas, entendiéndome, las
que me miraron con lástima y muchos los que dijeron , lo mismo que la voz
hueca, que ya tenía demasiados hijos. Pero esa ecografía, que creía olvidada,
se me clavó en el alma, porque era la certeza de que había sido vencida por el
estrés, por la fatiga de tener dos menores, de menos de dos años a mi cargo o
adolescentes punzantes como abejas , en día de furia. Había sido vencido, un
embrión luchador que se agarró a la vida hasta el último momento, que pudo
estar a punto de sobrevivir, a un nuevo
día que se levantó con tonos sonrosados y naranjas en plena pujanza, visto por
unos ojos insomnes que tenían la suerte de escuchar , por un móvil, la risa de sus hijos. Una
ecografía no hará cambiar de opinión, solo dará dolor a una decisión ya tomada,
gastos médicos innecesarios y tranquilidad de conciencia a muchos , que llevan
a sus hijas a abortar a sitios donde no les conozcan. Deberían dejar a la gente
respirar en paz, dejando de meterse en conciencias ajenas, en lo que se siente
de verdad , para que cuando cometamos los errores o aciertos que tendremos que asumir
el reto de nuestra vida, sean eso, nuestros, porque nosotros no juzgamos, ni
señalamos con el dedo , ni miramos para otro lado…En muchas ocasiones solo
lloramos , porque la vida sea tan injusta y nos ponga tantas pruebas.
Tantas pruebas que, con frecuencia, no nos permite ni siquiera elegir.
ResponderEliminarEs como volver a empezar una y otra vez, una y otra vez. Triste sino. Quizá sea esa la razón que nos hace fuertes a costa de nuestro sufrimiento.