No me pregunten nada
que ando descabezada y rala. No es que me importen mucho las noticias, pero las
estiro más que nada por darle entidad al cartílago de los huesos. Me sirve para ver que en
todas las familias cuecen habas y que ni realezas -ni encumbramiento- llevan a
nada que no sea enterrarnos en un devenir del tiempo. Debería servirnos esa
lección magistral que nos da la vida compilándonos a la nada, pero a nosotros
nos siguen gustando las críticas a lo ajeno, el trapicheo y las elucubraciones.
Ser humanos nos da venia para todo mientras la
bondad se nos escurre de las yemas de los dedos porque es efímera y pesa
demasiado. Aún
recuerdo cuando la jovial Diana- que luego sería llamada de Gales- estaba
presta a casarse con el príncipe de su vida, como ahora lo hace otra con otro. Son cuentos de
hadas que nos entremeten para decorarnos sueños idealizados, mientras olvidamos
los quebraderos de cabeza que nos regala lo cotidiano. Si
no me creen me da igual, pero siempre dije que nunca me pondría en los tacones
de Letizia, por servirme de ejemplo a lo que les cuento siéndome más cercana -
no a nivel físico sino geográfico- que las anglos. Tampoco me hubiera puesto los de Diana,
pero entiendo lo del príncipe azul y luego que te salga rana, porque nos han
educado en prejuicios y normas tan rigurosas que cuando nos quedamos solas- o
la vida no nos va como esperábamos- nos da un parraque que nos cuesta superar más
que “Cumbres borrascosas”. Y es que las mujeres no somos plebeyas- ni
princesas-sino buscadoras inagotables de amor. Yo encontré quien me regalaba
esperanza a manos llenas, tanta y tan buena que cuando se fue, quebró el molde
fundiéndomelo en el alma. Ahora camino sola, acompañada por su prole. Empiezo a
entender la soledad que tienen todos aquellos que ya no aman más que por
recuerdos, por matices roncos de levedades prendidas en una pantalla, en una
casa o el pisar sin sentir el crujir del tiempo. Cuando se me fue, se me vino
encima el universo porque a Atlas le salieron pechos. No me quejo. Por lo menos
no tengo que usar tacones, ni saludar amablemente a todo el mundo, ni encoger
el dedo meñique cuando me estén dando la tabarra. Yo vivo día a día, de
insomnios prolongados, de no escribir por gusto sino por arrebatos, de soportar
adolescentes y caminar por codicia de kilos arremangados. No es malo que se te
muela el amor, es malo acostumbrarte a vivir con el dolor rabioso que has
heredado, con la amargura, con el llanto. No sé por qué nos afanamos tanto, por
qué discutimos, por qué peleamos. No sé por qué queremos casas más grandes, coches
más veloces , carreras más largas. No sé por qué ustedes leen, ni por qué yo
escribo. Solo sé que lo necesito para no volverme completamente loca. Eso me
estiró los músculos para que me sostuvieran…el saber que están ahí, el saber
que tienden puentes para que yo ice velas. El que él no querría que no lo hiciera.
Hay tantas preguntas sin resolver que
se nos acabaría el tiempo de darle razones a Megan para que no lo haga, para
que no se calce los tacones que dejan el empeine luxado. Porque la fama cuesta
y es ahí donde se empieza a pagarla. Como el amor… que cuesta tanto que te
mueres al perderlo y te mata si no lo tienes. Como las yemas de los dedos,
derretidas de rozarlas con el infinito de las palabras. No me pregunten hoy que
ando descentrada y encapotada perdida. Desvelada y con sueño atrasado, sin importarme
un ápice los zapatos porque ando en zapatillas de casa. Con callos adobados
porque me falta el alma que la traspapelé cuando él se marchaba, tan rápido que
casi no pudimos despedirnos, tan callado que creímos que aún estaba. No me
digan que en su familia no cuecen habas porque yo sé que sí, como en la mía. De
las de bolsa cerrada, congeladas y al vacío en los perecederos apalancadas. Derritiéndose
y pudriéndose por el oxígeno, que nos da
como el amor, la vida. Pero que también nos mata.
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