Mis hijos de once años
estudian en su colegio público con una pantalla digital. Tienen incluso una
asignatura que se llama Cultura Digital porque la Junta de Andalucía ha entendido que las redes están ahí y hay que
protegerlos. Yo no me lo creo. No protegió a la gallega que se perdió con el
móvil sin que aún haya sido encontrada. Ni a las docenas de mujeres que son
maltratadas, vejadas y luego asesinadas vilmente por sus parejas aun teniendo
ellos las pulseras que los identifican como delincuentes y ellas dispositivos
de alarma.
La era
digital solo se entromete en nuestra vida porque los humanos somos cosecha de
alcornoques.
Si bien es cierto que en las redes podemos descargarnos exposiciones,
libros de textos, cursos de alemán e incluso estudiar estando en el último
rincón de la Tierra, por qué empleamos toda esta tecnología –solo- para
hacernos la puñeta.
Los drones nos regalan paisajes maravillosos imposibles de ver sin esa
tecnología, pero lo mismo- también- nos
podrían lanzar un misil sin que pestañeará su cámara de visión nocturna. Nos
dormimos con la última versión de Gran hermano que no es sino una invasión
total, absoluta y aceptada de intromisión en la vida privada a gran escala. Nos
despertamos buscando el móvil para introducirnos en cualquier aplicación que
nos facilite darle parte a los extraños -que están al otro lado -de cómo crecen
nuestros hijos, de cómo nos ha ido la última cita por internet o de cómo
pensamos que nuestro jefe está poniéndose de gordo. Las entrevistas de trabajo son por skype y los
cometarios en twitter chequeados a poco
que te menes para ver de qué pie cojeas. Hemos vendido la vida íntima al mejor
postor porque preferimos tener amigos imaginarios que currárnoslo a la antigua
usanza como hacíamos hace veinte años. Nos hemos hecho antiguos-
tecnológicamente hablando- esos que nacimos en los años sesenta. Ahora tenemos
a nuestros hijos navegando al ritmo de Ulises sin que quieran verle los dientes
a las sirenas. También nosotros la usamos – esa misma tecnología- pero con
desconfianza, viéndole los muchos aciertos que te da el poder manejar tu vida
con un dispositivo que llevas a todas partes, con el que pagas , con el que te
comunicas, mandas fotos e incluso puedes saber dónde andan metidos tus hijos. Pero también es cierto que -como
somos cromañones por las vértebras -desconfiamos de que nos roben el número de
cuenta o de que nos cuelen un recibo que no sea nuestro. Nos abruma que a
nuestros hijos le entren gente mala si chatean o que los engañe un lobo
disfrazado de Caperucita , loco perdido por comerse a los corderillos. Todo está
en la red, en esas nubes digitales en las que vaciamos nuestra vida para quedarnos
secos, esquilmados y succionados. Tecleamos nuestro nombre en Google y salimos
hasta en foto de perfil, contándole a quien quiera verlo qué nos gusta, dónde
compramos o si estamos pensando en ampliar la hipoteca. Los Cartujos de alma no tenemos futuro porque
hasta las monjas de clausura venden sus dulces por Internet y los ejercicios
espirituales son reservados por chat con meses de antelación en trivago. Nos
volveremos productos de alguna gran compañía. Cuerpos sin alma a los que venderán
según nuestra capacidad- no dineraria- sino de endeudamiento. Dejaremos de ser
personas convirtiéndonos en estadísticas de gustos, de preferencias evaluables
para que alguien saque tajada con nosotros pasando nuestros datos como si
fuéramos material desechable. Arcaicos
cromañones que gustan de ver el sol metiéndose en las entrañas de la Tierra con
los pies asentados en el suelo, con un libro de celulosa apoyado en el regazo,
con compañía de carne y hueso a la que abrazar, regañar o –quizás- solo tener
al lado. No me
parece mal que mis hijos de once años trabajen en el cole con una pantalla digital,
ni que les inviten – los profesores- a entrar en Internet para buscar
información con la que hacer los trabajos del curso. Todo lo contario. Lo que
me preocupa es el uso del móvil y los chats con desconocidos. Los insultos que
algunos descerebrados -sin género concreto- sueltan chateando, pero que no
tienen narices de hacer cara a cara . Los ciber acosos , más dolorosos que los
antiguos nuestros, porque ahora van adobados con los videos de menores
recorriendo los colegios e institutos en milésimas de segundo. Ya saben que los
cromañones andamos nostálgicos de darle tantas vueltas al tarro, de pensar
hasta que nos echen humo las cejas, de gustarnos la conversación- téte a téte- delante de un buen café a altas horas de la
madrugada.
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