No es la norma, es su
incumplimiento el que determina que solo por poco más de 2000 euros puedas
llevarte la vida de una persona. Si le metes sacas de puñaladas vas a chirona,
pero si te saltas un paso de peatones solo será condenado a pagar una multa. “El
Mangui”- torero retirado- atropelló mortalmente a Gertrudis Jiménez de 79
desplazándola más de cinco metros. Dice
la sentencia que no iba bebido, pero sí distraído porque ni se percató de que
la anciana iba pasando, ni reaccionó para frenar en el acto el Touran que
cabalgaba. Por ello se
rebaja la pena al “Mangui” al haber padecido- dos años antes- un ictus cerebral
que le impedía actuar con la suficiente diligencia. Me
da miedo esto, se lo confieso. Cuando pongo los pies en el coche, cuando me
ajusto el cinturón, cuando pongo el retrovisor en su sitio- y las caras de los
míos se reflejan en la luna- siento un intenso miedo. Los
coches destrozados, los quitamiedos abatidos en los barrancos, las volteretas
que empujan a la gente a salir despedidos y los testimonios de los que
sobrevivieron a un impacto. Cuando encima llevas en la trasera niños de otros y
en una rotonda te pasa un descerebrado -sin sexo que guardar- por la diestra
que tienes que tomar- haciendo un revés inverso- ya ni les cuento. Mi
amiga argentina – en esas benditas ocasiones-declama las yuxtaposiciones
latinas al ritmo de bachata, mientras yo sonrío – que para eso soy ibérica de
magras- como la lagarta de V cuando se zampaba una rata. No es para tomarlo a
broma lo sé de sobra , pero díganme qué se puede hacer cuando la justicia no
repara lo que el hombre destroza por su imprudencia. Porque nunca es reparable
la existencia, ni la cárcel devuelve nada a las familias, tampoco las
indemnizaciones por muy cuantiosas que sean, porque la vida libremente vivida
es intangible e invaluable. La falta de respeto a los demás y la estulticia son
endémicas. Se transmiten de padres a hijos saltándose generaciones, permitiendo
que las víctimas cero sean una utópica maravilla difícil de conseguir en este
mundo nuestro más interesado en el nuevo Gran Hermano que en los tesoros
incalculables de cualquier biblioteca de barriada.
La gente se
droga como antes comulgaba, los jóvenes se lo infiltran en vena y luego pasean
borrachera a cuatro ruedas no solo matándose -que ya es necedad -sino
reventando al que tiene la mala suerte de ir cerca. Vas pidiendo angelitos- de
cualquier color -que le quiten de en medio a ese que llevas delante- que hace
eses encurtidas -o al que se salta los cedas el paso o los stops o lo que le
echen. Meditas en las estadísticas mientras vas escuchando las risas traseras
de los tuyos, tan ajenos a esto que se destila que es que hay alguno a los que
les importan los demás una pifia.
No creo que “el Mangui” esté bien, no por las secuelas del ictus sino
por Gertrudis que se le aparecerá mil veces volando por los cielos sin poder
hacer nada para salvarla. Fue
un instante que se repetirá en su conciencia infinito, quizás hasta el mismo
momento que él muera.
Por
eso los 2000 euros no son pena, ni indemnización la del seguro del coche para
sus familiares, porque Gertrudis era autónoma y seguro que gozaba de esa vida
que se asienta en barrios altos y bajos de Sanlúcar, en sus mareas traviesas con guiris nacionales
a pie de sombrilla y ese sol a raudales que marca las líneas de cebra, tan
intenso que – a veces- ciega el entendimiento. No es la norma quien nos protege,
sino el respeto, la empatía hacia la vida de los demás y el sabernos hábiles o
no, aptos o no para llevar una escopeta cargada. Porque si no te pones ante un
toro ebrio de droga o alcohol, ni sin
las óptimas capacidades físicas o mentales, tampoco deberías hacerlo ante un
coche de unas dos toneladas que embiste -como morlaco loco perdido- a las
Gertrudis que pasean su alma a pisadas.
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