No se ven porque
ostentan normalidad. Muros blancos, pocas ventanas y a veces hasta la colada
tendida. Las chicas que los habitan no son princesas ni están soñando con el héroe
que la rescate, sino que esperan que
llegue la noche para transmutarse en dispensadoras de realidades cotidianas. Esperma
y polvos ufanos para unos clientes que se sienten machos de espada
desenvainada,” aquí te cojo, aquí te clavo”, sin rencores ni citas que venimos
apurados para tomarnos siquiera un trago.
No
se ven esas niñas pérdidas para los que andamos a caras peripuestas porque
andan encerradas a cal y canto. Pero a veces- si apunta maneras la noche
-puedes ver reuniones de solteros en busca de emociones en el patio de la casa ,
metiendo bulla.
Ya les digo que
no se ven, porque tienen poderes de invisibilidad para nuestras retinas, pero
las redadas de la policía nos las enseñan -a veces en páginas de periódicos o
en el plasma esposadas y marginadas- con falditas diminutas y tacones de rasca,
gracias a que mujeres valientes se jugaron el cuello- denunciando -para conseguir
la libertad de todas.
Lo vemos con normalidad mientras damos de comer a los niños o tomamos el
cafelito con las amigas, porque nos importa un haba lo que pase en esos antros
con luces de neón publicitando carne en barra. No
nos importa, y ni siquiera se nos ocurre enterarnos porque vamos a lo nuestro
que nos sobra y basta. Estamos
en una sociedad en que los fetos flotan
por las tuberías de los inodoros, libres del apego uterino, cabalgando para
llegar a la nada de comida para peces huérfanos de apetencias. Nos preocupa el
hoy sin mirar al mañana y el consumir para no quedarnos atrás en el ranquin
societario.
Hay
nombres para todos y a las desdichadas princesas les pusimos uno que vocean los
machistas en los institutos y las plazas, en su casa y en la de los demás, hasta
que se les seca la lengua. No son hijas de nadie, porque nadie las reconoce
como cosa suya, sino de usar y tirar. Como mucho sirven para dar dinero a manos
llenas, sacado de muchos llantos secos y muslos aparejados.
Solo valen como
excusado de frustraciones de unos malditos que se sienten poderosos, incluso misericordiosos,
por no ser unos bestias e ir solo al grano. Tienen una
profesión que no lo es, nunca lo fue y nunca debería haber sido porque en el
sufrimiento y la humillación solo hay miseria. Pero persiste y se consolida
porque el amor está muerto y es más fácil matar a un ruiseñor que alimentarlo
con papilla. Continúa porque hay canallas que cazan a jovencitas y las engañan
y extorsionan, pero sobre todo porque hay gente que compra almas humanas a
precios de mercadillo.
Se perpetúa porque somos una basura de sociedad y no nos importa que
haya gente a dos pasos nuestro vendiéndose por entero, piel y escamas, huesos y
médula, satisfaciendo estigmas pasados y haciendo que niñas de quince años
satisfagan asquerosos deseos. Irán a la
cárcel -sí -los que las han prostituido, por un tiempo hasta que el dinero -producido
en camas igualitarias con sudores vaginales- salga a flote y pague un buen
abogado. Luego continuará en otro antro, con clientes que igual compran
cigarrillos de una máquina que un útero en que saciar las ganas. Con
niñas cumpliendo años sin que su abuela se entere que no escribe en la pizarra
y familias de buen ver que no ven nada porque las princesas abandonadas son
transparentes aunque laven su colada. Muros blancos de cal, con ventanas
enanitas de rejas. Tan impenetrables y guardianas para la mercancía, como las
del siglo XV que custodiaban lo mismo a rameras, que a brujas, que a futuras
convidadas a las brasas de la hoguera.
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