Un caballo quemado en
Arcos nos refleja la máxima impotencia. Estaba atado a un carro, cuando el
presunto prendió fuego al pajar que le rodeaba, condenándolo sin sentencia
absolutoria. Luego de la fogata hubo fuga, sin mirar atrás porque nada dejaba
que le importara.
La Guardia civil
lo persiguió hasta detenerlo, identificándolo como el nieto del dueño de la
finca ardida y del caballo muerto.
Todos estamos atados a un carro y cuando el
incendio nos rodea, inspiramos a pleno pulmón intentando aguantar hasta que
lleguen los de la Benemérita o tal vez los bomberos. Pero hay veces que no
llegan, que ni siquiera persiguen a quien nos mata a llama lanceada y nos
quemamos desesperados como el caballo. Nos despatarramos por entero, mientras
se disuelve en nuestro interior la bilis amarga que tragamos.
Hay días en que todo nos molesta, en que hasta el respirar nos cuesta y
que tenemos que ponernos de pie, aún con las piernas tronchadas.
Hay instantes en que un artículo pesa lo mismo que un caballo quemado,
que una espera en la parada del autobús aguantando al lerdo que maldice en
arameo, que unos tacones clavándosete en el calcáneo a pura mala leche.
Hay momentos en los que te das cuenta de que te estás transformando, que
ya no eres tú sino otra persona a la que no reconoces porque aún no te puedes
mirar en el espejo, porque está lleno de vaho y no ves nada. Es entonces cuando
ya no te importan las quemaduras, ni el dolor, ni las lágrimas, solo te
concentras en respirar y que el aire llegue hasta los alveolos, porque te pliegas
como una sábana almidonada, metida en un cajón, alcanforada. Eres
caballo de piel quemada, materia muerta apestando a hamburguesería de barrio
obrero, tirado de lado y gordo de leche agria, destrozado y acabado como la
misma muerte. Y aun así, abatido por el rayo de la mala suerte, quemado por un
idiota que se descerebra en bravatas maltratadoras de infelices, peleas. Aun
así, buscas con la mirada vacía el
resplandor de una esperanza, quizás tan efímera como la brisa, como el rebrote
de una lluvia piadosa, o la sonrisa de una niña que ayer perlaba sus pestañas
de agua marina. Te levantas y despegas la piel quemada, te la arrancas a
jirones aunque duela, las heridas las olvidas y pone pie tras pie, marchando
como te enseñó Chari Arjonilla que en esto de resistir tiene un Master pro
vida. Sabes
que solo unos pocos te entienden, más por género y condición que por simpatía,
pero aun así te vale porque nunca fuiste muy ambiciosa y menos que en nada, en
esto de las relaciones sociales que son más bien malla por donde escaparse los
sentimientos. Sabes que dejaste atrás a los que te ataron al carro, que
olvidaste el nombre de ellos y en cambio veneras a los que te dieron alas, para
volar bien alto alejándote de lo ralo, muerto y quemado.
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