Por más que le demos la
vuelta, siempre nos sale un corrupto debajo de las piedras. No hay institución que se precie,
chambao o cotarro que no tenga mono de feria que asome las tripas enlutadas y
secas. Debe ser que el Siglo de Oro, nos caló en médula y la picaresca se nos
quedó impresa en el código genético, porque los eslabones de la columna son
difíciles de doblar y es más fácil conjeturar como esquilmar una peseta. Desde
que empezaron los realitys y la gente por dejarse ver las vísceras, cobrando
dinero, no se nos cayó la cara de vergüenza sino que nos preguntamos cómo
podríamos hacerlo nosotros. Y es que somos una especie protegida contra el
esfuerzo y el trabajo, contra el ahorro, la sensatez y la austeridad entendida
como el gasto necesario para vivir bien sin que tengan que ponerte argollas
donadas por el Estado.
No sé qué será de las próximas generaciones que están viendo tanto barro
sentado en los juzgados, ni que será de nosotros que trabajamos por la voluntad
y los míseros euros que nos pagan en contratos basuras, malgastando la ya
precaria vida que nos queda sin que veamos llegar una jubilación exigua o
yerma.
El consumismo nos supera y
las casas de los que trincan nos llenan los ojos de lágrimas porque el país
entero parece estar preparado para dar el salto, llevándonos la delantera los próceres
de la patria, lo más señaladito de cada casa. Díganle
esto a los que empiezan o a los que llevan años en una empresa que se mantiene
de puntillas, cobrando sueldos de miseria, trabajando por menos de lo que les
corresponde y pasándolas canutas, mientras los que nos representa como sociedad
se lo llevan calentito, asadito y metidito en el sobaco.
Se extraña mi vecina que su hijo con cuarenta haya sido padre por
primera vez. Yo me extraño de que aun tengan fe los que nos sucederán en esta
mácula que es trabajar para encojonarte en bravura cuando hay tanto
sinvergüenza suelto.
La gente quiere tarjetas con las que gastar infinitamente, sin tener
miedo al final de mes. Quieren el Oz que tienen algunos de fiestas y champán
regalado, de áticos en Marbella y monederos repletos porque las bolsas de
Cáritas no dan para expansiones, ni para Chaneles. Somos,
en cambio, nosotros, de pocas fiestas, de eslabones de cadena, de sencillez de
guardar dos duros para los estudios de los chicos, sin poner la mano más que
cuando pensamos que va a llover, padres a
los cuarenta porque la cosa está mala y llevamos años en el paro sin ver la salida al agujero negro.
Luego repasamos la vida de otros, los coches de otros y empezamos a
entender que Noos es más que una forma graciosa de decir nosotros, que Panamá
nunca fue nuestro destino soñado y que al final las explicaciones con alcachofa
enfilada en la barbilla son más desagradables que levantarte todos los días a
las siete de la mañana. De todas formas
tampoco somos gastadores, no nos interesan los lujos, ni los caballos árabes,
ni queremos ir a Montecarlo a ver las carreras sobre un fabuloso yate, porque
nos marearíamos.
Tenemos suerte de ser tan cutres que los más que aspiramos es Nenuco, en
tarro de litro y medio, con niño de goma engullido dentro. Tenemos suerte de
ser ermitaños y de que no nos guste ronear, ni los whiskies, ni la parafernalia
de las grandes celebraciones con bodas mayestáticas y gente engalanada, luego
trotando por los juzgados. Somos más simples que
la raspa de una sardina, porque los libros se pueden comprar y si no ahí están
las bibliotecas, que nos sacian más que diez Grandes hermanos con charlas
infernales entre ellos que nos recuerdan el infierno de Dante. Los tacones no nos dan
altura sino agujetas y los lujos aprensión, así que los vemos argolladas las
muñecas y nos regocijamos de que acaben palmándola, empalmados ellos a las
grandes ocasiones de quedarse con lo que otros ponemos para que se hagan carreteras,
colegios públicos y hospitales.
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