Luis P. escucha,
envuelto en su manta, la televisión que Luisa, la anciana que vive en el
primero, pone a todo volumen , para que le haga compañía. Le hace gracia
escuchar que no van a imputar a la infanta y ríe con ganas, ronco perdido,
cuando hablan de los tantos euros que le han birlado al fisco. Rebusca en el
bolsillo de su gabardina y encuentra con la yema de los dedos el euro que le
dio una niña que se paró a mirarle, que le servirá para quitarle el frío de la madrugada,
con un café manchado. La
noche se le ha echado encima y un borracho se oye a lo lejos, trasteando entre
desperdicios y contenedores repletos. Las ratas acechan en la oscuridad y la
caja que rodea su cuerpo, en la que se protege, es débil coraza frente a ellas.
Adormecido por
la televisión de Luisa , tumbado a medio cuerpo, ladeado y hundido, en el
escalón de su portal, cerrado a cal y canto, parece que duerme, pero medita.
Piensa en lo que es la vida y ríe, de nuevo ríe, porque es divertido saber que
los demás están en sus casa , creyéndose protegidos, cuando todo se hunde y se
dispersa , como en la época glaciar , que él tan bien conoce , porque era
profesor de instituto. Ahora que tiene la luna plena en sus espaldas, pegada
con el frio , que da la estancada de las nubes y las lagrimas del rocío , sabe
de verdá, lo que aquello significaba.
No le importa la imputación de la infanta, ni que los corruptos queden
libres, ni siquiera que los asesinos pueblen de nuevo las calles, a él solo le importa
la glaciación, el frio y sobrevivir a una noche más, en la calle, porque la
humedad que brota del mar se expande por las aceras y los escalones de mármol,
antiguos como en el que duerme él, traspasándole la intemperie y la helada, a
todos sus viejos huesos. Cuando se
está adormilando , se apaga la televisión y sabe que Luisa , con sus muchos
años a cuestas , se va para la cama , porque ya ha echado la primera cabezada
larga de la noche y ahora va a descabezarse, insomne perdida, a la cama marital
, que ahora solo ocupa su cuerpo. Sabe que Luisa ya casi no baja a la calle,
nunca si hace tanto frio y teme que sea- éste- el último año , que los dos ,
pisen de nuevo la calle nueva , uno pegado al cajero automático que le sirve de
refugio los días que arrecia el cielo y la otra , mirando ensimismada los
escaparates , que se visten de Navidad para acentuar el consumo. Porque la
glaciación no cesa y las infantas, los corruptos, los asesinos, no cuentan,
solo el frío en las piernas, los pulmones espumados y rotos, las ratas que
acechan y el hambre de calor humano, lo que asesina la espera.
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