Podríamos pensar que la
política no llegaría hasta las puertas
de entradas de un hospital público, pero sí que entraba, hasta el acceso
general, con pitidos y gritos acompasados. Estábamos esperando a la celadora que
nos acompañase a la habitación que nos correspondía y mi hijo preguntó , que
porqué chillaban tanto…”Huelga de limpieza” contestó, ella, ostensiblemente cansada.
Los pasillos estaban poblados de
confetis, pero en la limpieza de habitaciones no se notaba, me imagino que en
sus sueldos sí o en su contratación y que por eso estaban tan cabreados. A
medida que la operación de mi hijo se desarrollaba y me trasladaban con él
hasta preoperatorio, los oía zumbar como abejas mosqueadas, por esa parte del
hospital, también , después, en la sala
de espera quirúrgica y más tarde , cuando llegó mi pareja, dijo que habían
visitado los lavabos de la planta general, para desconsuelo de uno de los
gerentes. Los nervios
por la espera, la incertidumbre y los malos pensamientos que se deslizaban en
los viejos sillones que nos albergaban, en esa sala de esperas quirúrgicas, nos
hacían sordos a peticiones, mudos ante cualquier cosa que no fuera preguntar
cómo se salía de allí , deseando oír noticias buenas de los nuestros. “Suena
un teléfono”, me dijeron y cuando sonó todo se borró para escuchar el ansiado
mensaje del correo del zar, de que todo había salido según lo previsto. A despertares,
inmersos en batas verdes y zuecos gemelares de
telilla transparente, no llegaban las noticias del falso monje shaolín,
ni la muerte de las dos mujeres, colombiana y nigeriana, tampoco llegaban los
Eres, ni Alaya, ni las cuentas de nadie, ni los politiqueos y mamonadas, porque
solo había espacio para las horas, los suspiros y mi hijo, tan crio, tumbado, con
gotero incorporado, muy dormido. El mundo
se detuvo cuando entreabrió los ojos y el mundo volvió a contar con cuentas de
acero, que nos caen en los pies, con hojas de péndulo, que se nos clavan
enteras, con chascarrillos desvariados, que nos entontecen, para hacer sentir
que la vida no es más que un montón de pequeñeces, cosas muy buenas, de adobar,
con los sentimientos. A
la salida en procesión, de camilla con celador a la postrera, los pasillos
tenían confetis y mi hijo, que ya se activaba, creía que por allí había pasado
alguien que había celebrado un cumpleaños a lo bestia. “Son los de la huelga,
machote”, le dijo él. Pero mi hijo no entiende de huelgas, ni de rebotes, ni de
políticos, ni de robar, solo de colegios y profesoras, de techos blancos, de
consolas de videojuegos y de mamá a su lado , cuidándole. Tampoco su madre sabe
de mucho, solo de él y lo importante que es en su vida. “¿Es verdad que los
hijos te cambian la vida?”, me preguntó su gemela al volver a casa, interesada
en extremo por el nuevo programa que ayuda a las recién paridas, a sobrellevar
la maternidad. Yo la abracé con ganas, porque la había echado de menos
terriblemente y le contesté un “siiii”, rebozado con olores a sudorcito de
cuello de seis años, de niña que estallaba en carcajadas y hogar y casa y gente
que quieres y que te importa.
Los políticos quedaron fuera, la crisis quedó fuera, las pensiones del
futuro, la educación, el colegio, la universidad, Wert y las becas, quedaron
fuera , como todo lo que no fuera ellos, porque todo daba igual, lo mismo al
día siguiente , no, pero ese rato maravilloso, sí. Y
lo mismo, viendo anochecer en el
hospital, sintiendo refrescar la calma, abandonar las gaviotas el horizonte y
presentir que el día llegaría, notabas que había muy poco que nos importara en
verdad, muy poco que nos diera ganas de estar y muy poco que nos hiciera
continuar, pero que aún siendo tan poco, era decisivo, porque nos engrandecía por dentro, nos
inspiraba, nos fortalecía y nos nutría,
para la batalla diaria.
Porque eso es lo que importa, tener un espacio de amor al que volver para seguir adelante.
ResponderEliminarEspero que enseguida esteis en casa y solo sea un recuerdo de confeti en el suelo.
Un abrazo