Mi bodeguero murió
hastiado de vida, flacucho como un don quijote extremo y con los ojos bien
abiertos. Se había hartado de escuchar las noticias, de ilusionarse con
mejorías infundadas y con discursos lelos y dejó de respirar. Aguantó tanto
como pudo, porque era un luchador, sin duda, lo son todos los bodegueros que
nacen para cazar ratones en pasillos embriagados de alcohol y toneles de anchas
barrigas, pero aún así , se echó de lado y le ganó el pulso a la vida . Aguantó,
no obstante, las calores profundas del
verano, el hormigueo de la tierra al desbrozarse el día y los baños
desparasitantes que le regalábamos, con
la misma resignación que este país se enfrenta a los ERES, los despidos, las
reducciones y los recortables. También
dejó de respirar esta pasada semana, mi amigo Artola, el hijo del protagonista
del capítulo primero de “donde el corazón se esconde”, la novela que pretendo
publicar en cuanto esclarezca un poco mi tiempo. Artola
cumplió su cometido en la tierra y salvo encontrar el enterramiento de su padre
y ver sus huesos a la luz del día, lo demás se lo llevó a pleno
rendimiento, porque en los tiempos
difíciles en que nadie quería saber nada de memoria histórica, publicó un libro
con sus exhaustivos recuerdos- hombre como pocos de una espléndida memoria y
buena y firme pluma-vio llegar a su
nieto primogénito a bachillerato-confesando abiertamente a todo el que le
quería escuchar la importancia de la cultura y la educación de la que él no
había dispuesto- e incluso- por último, pero no menos importante- recibió un
merecido homenaje de sus compañeros de partido. Con la marcha de nuestros amigos se nos va el alma en perdigonadas
certeras, cercenada, sin sentir el tajo, pero viendo correr los recuerdos,
desbordados, escanciados por la ira de la perdida, el dolor de la ausencia o
sin más la inexistencia de la repetición tan cotidiana, de darle los buenos
días a tu perro o saber que tu amigo comunista sigue luchando por cosas por las
que nadie lucha ya. Posiblemente
el dolor a la ausencia, no sea más que evidencia de nuestra propia mortalidad, de la cortedad de
nuestra vida y de lo muy poco que hacemos con ella, cayéndonos el sol otoñal
sin saborearlo , por rostro , senos y caderas, abrasándonos – en cambio-con los
calores estivales, en playas de arena perdida e hinchándonos de él , como
amantes furibundos e inexpertos.
Lo mismo la pérdida no sea más que la metáfora de que lo que fuimos se
aleja y no podemos retenerlo, esos cafés mañaneros en el bar de la esquina con
Artola , contándome él -con labios lentos- lo que pasó y yo tomándolo,
escondiéndolo y después vertiéndolo .
Lo mismo la vida no sea más que eso, sentarte
al sol, en un recacho tranquilo, en una silla cómoda, sin pensar en nada y a
las plantas de tus pies desnudos, tu bodeguero , acurrucándose contigo, feliz y
confiado, con los ojos entrecerrados y ronroneando, como si fuera gato, transmutado.
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