jueves, 13 de septiembre de 2012

¿Y SI NOS ECHAN?



Mi bodeguero murió hastiado de vida, flacucho como un don quijote extremo y con los ojos bien abiertos. Se había hartado de escuchar las noticias, de ilusionarse con mejorías infundadas y con discursos lelos y dejó de respirar. Aguantó tanto como pudo, porque era un luchador, sin duda, lo son todos los bodegueros que nacen para cazar ratones en pasillos embriagados de alcohol y toneles de anchas barrigas, pero aún así , se echó de lado y le ganó el pulso a la vida .                                                                                            Aguantó, no obstante,  las calores profundas del verano, el hormigueo de la tierra al desbrozarse el día y los baños desparasitantes que le regalábamos,  con la misma resignación que este país se enfrenta a los ERES, los despidos, las reducciones y los recortables.                                                                                                                             También dejó de respirar esta pasada semana, mi amigo Artola, el hijo del protagonista del capítulo primero de “donde el corazón se esconde”, la novela que pretendo publicar en cuanto esclarezca un poco mi tiempo.                                                                                 Artola cumplió su cometido en la tierra y salvo encontrar el enterramiento de su padre y ver sus huesos a la luz del día, lo demás se lo llevó a pleno rendimiento,  porque en los tiempos difíciles en que nadie quería saber nada de memoria histórica, publicó un libro con sus exhaustivos recuerdos- hombre como pocos de una espléndida memoria y buena  y firme pluma-vio llegar a su nieto primogénito a bachillerato-confesando abiertamente a todo el que le quería escuchar la importancia de la cultura y la educación de la que él no había dispuesto- e incluso- por último, pero no menos importante- recibió un merecido homenaje de sus compañeros de partido.                                                                                                                               Con la marcha de nuestros amigos se nos va el alma en perdigonadas certeras, cercenada, sin sentir el tajo, pero viendo correr los recuerdos, desbordados, escanciados por la ira de la perdida, el dolor de la ausencia o sin más la inexistencia de la repetición tan cotidiana, de darle los buenos días a tu perro o saber que tu amigo comunista sigue luchando por cosas por las que nadie lucha ya.                                                              Posiblemente el dolor a la ausencia, no sea más que evidencia de  nuestra propia mortalidad, de la cortedad de nuestra vida y de lo muy poco que hacemos con ella, cayéndonos el sol otoñal sin saborearlo , por rostro , senos y caderas, abrasándonos – en cambio-con los calores estivales, en playas de arena perdida e hinchándonos de él , como amantes furibundos e inexpertos.                                                                                          Lo mismo la pérdida no sea más que la metáfora de que lo que fuimos se aleja y no podemos retenerlo, esos cafés mañaneros en el bar de la esquina con Artola , contándome él -con labios lentos- lo que pasó y yo tomándolo, escondiéndolo y después vertiéndolo .                                                                                                                                   Lo mismo la vida no sea más que eso, sentarte al sol, en un recacho tranquilo, en una silla cómoda, sin pensar en nada y a las plantas de tus pies desnudos, tu bodeguero , acurrucándose contigo, feliz y confiado, con los ojos entrecerrados y ronroneando, como si fuera gato, transmutado.

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